Por segunda ocasión, la asesora legal del Senado (Parlamentaria) rechazó el llamado Plan B de los demócratas para tratar de legalizar a millones de indocumentados. De la decisión se desprende que no dará luz verde a ningún lenguaje que suponga el otorgamiento de tarjetas de residencia a la población sin papeles.
Así de tajante es el criterio de una sola persona, cuya presencia y rol en una democracia desentonan de inmediato en relación con los objetivos que dicta toda mayoría, concepto que ahora mismo pone en duda los alcances de un sistema electoral como el estadounidense. ¿Cómo se le explica a los votantes —que entre otras cosas respaldan en su mayoría la vía a la ciudadanía para los inmigrantes indocumentados— que su opinión no cuenta frente al “criterio legal” de una sola asesora del Senado?
La segunda pregunta obligada es: ¿qué sigue? Si no hay forma de incluir lenguaje de legalización en el plan de conciliación presupuestaria, pues ya la Parlamentaria ha sido más que clara en que no recomendará nada que otorgue tarjetas de residencia; y si los demócratas consideran que un proyecto de ley de reforma migratoria no cuenta con los votos requeridos para su aprobación, es de asumir que como en tantas ocasiones previas, los indocumentados son los que implementarán sus propios planes B, C, D… Z y los que vengan para seguir subsistiendo en este país, velando por sus familiares, siempre con el espectro de una potencial deportación acechándolos.
Es decir, además de todos los malabares laborales, económicos, de salud, alimentación, vivienda, educación o pago de impuestos, rubros en los que sí cumplen cabalmente, los inmigrantes indocumentados han tenido que aprender a sortear la permanente amenaza de la deportación. Y aun así, han encontrado la manera de resistir y continuar, a pesar de todas las amenazas, por un lado, y promesas, por otro, que han tenido que absorber como comunidad, mientras la clase política se llena la boca de una realidad que no conoce, ni entiende.
Pero es también predecible que comiencen a buscarse alternativas que no supongan tarjetas de residencia; es decir, medidas temporales que protejan de la deportación a ciertos grupos, ya sean Dreamers, trabajadores agrícolas, beneficiarios de TPS y algunos trabajadores esenciales. De hecho, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) está a punto de anunciar el lenguaje, reforzando las protecciones para los Dreamers con DACA, la orden ejecutiva firmada por Barack Obama en 2012 que protege a este grupo de la deportación y concede permisos de trabajo.
Sin embargo, parecieran ser muchas las “opciones” que han salvado momentáneamente la situación de los indocumentados, pero estas no son permanentes; de tal modo que ese limbo migratorio se va haciendo cada vez más grande, conforme pasa el tiempo y las familias se van arraigando más en este país, pero sin la seguridad de poder quedarse legalmente. Esta zozobra es la que no alcanza a entender la clase política estadounidense, ni mucho menos una sola asesora legal del Senado.
Este tema de la reforma migratoria, no obstante, ha sido explotado por los dos partidos políticos, sobre todo en la historia reciente.
Los republicanos lo utilizan para atizar prejuicio, racismo y un falso nacionalismo entre su base; y los demócratas lo usan a su vez para acusar a los republicanos de ser obstructores y racistas.
Los demócratas, a su vez, prometen villas y castillas, y en cada elección aseguran que conseguirán esa reforma si tan solo ganaran la Casa Blanca y el Congreso. Pero cuando ganan, comienzan las ya conocidas excusas: que no hay apoyo republicano; que no hay apoyo de ciertos demócratas conservadores y que no quieren poner en peligro esos escaños en una elección; que la situación en la frontera complicó el panorama; que hay otros asuntos que han cobrado prioridad… y así sucesivamente. A la lista de excusas se suma la negativa de la Parlamentaria.
Ahora tienen prácticamente todo el poder, y aun así esta agonía migratoria se sigue extendiendo innecesariamente. Por eso, insistimos en que a pesar de todo, incluso de planes para incorporarlos a la sociedad plenamente, los indocumentados siempre han tenido sus propias metas, sin el aval político de nadie. De otro modo no estarían aquí; de otro modo no habrían salido de sus países; de otro modo no estarían ahora mismo sorteando los vaivenes inentendibles de una democracia en la que una sola persona decide sobre el futuro de millones de seres humanos.
Pero si realmente los demócratas quisieran priorizar este asunto —y evitar que los antiinmigrantes disfruten con la angustia de millones— lo harían como han hecho con otros temas. La reforma de salud que, por cierto, desplazó a la reforma migratoria en 2009, cuando Obama asumió el poder, les costó escaños a los demócratas quienes perdieron el control de la Cámara Baja en 2010. Sin embargo, lograron que millones tuvieran acceso a cobertura médica. Y Obama fue reelecto en 2012. Pero la historia es caprichosa y suele cobrar caro a quien no la revisita de vez en cuando.
Es decir, cuando los demócratas quieren invertir capital político y tomarse riesgos, lo hacen. Lamentablemente con la reforma migratoria no ha sido el caso y siempre hay una excusa para seguir postergándola. Si se ponen a esperar el momento óptimo, este nunca llegará. De hecho, ahora es lo más cercano con un presidente y un Congreso demócratas, que tienen en sus manos una oportunidad histórica de cambiar la vida de millones de personas que han sido esenciales en todo momento en este país.
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