Mientras un Tribunal de Apelaciones de Nueva Orleáns escuchaba argumentos sobre la legalidad de DACA —y defensores de los Dreamers exponían los aportes de este grupo de jóvenes a la economía y la fibra de esta nación—, funcionarios condales en el Sur de Texas exigen que el gobernador Greg Abbott declare que hay una “invasión” de indocumentados que amerita, según ellos, que el estado destine sus propios recursos para su expulsión.
Esta es una letanía antiinmigrante de nunca acabar, que no tiene respaldo lógico ni para la demografía, ni para la economía, ni mucho menos para la tradición inmigrante de Estados Unidos. Es, principalmente, el reflejo de una retórica ya cansina y aburrida que avergonzará con toda seguridad a las futuras generaciones del país y del mundo.
Nos preguntamos cuántos Dreamers cruzaron por esa frontera sur y son considerados “invasores” por este tipo de funcionarios y por ese sector de la población que quiere que todo mundo sea expulsado, aunque se trate de migrantes tan valiosos en muchos sentidos como los Dreamers. Esto ocurre al criminalizar a los indocumentados y cuando se asume que todo el que no tenga papeles es un “delincuente”.
Repetimos: ese es un recurso discursivo que demuestra únicamente la pobreza intelectual y política de quienes prefieren actuar en contra del posicionamiento de Estados Unidos como un país incluyente y diverso, antes que perder sus privilegios de clase y, sobre todo, raciales. En su mundo paralelo, las minorías no deberían exigir nada.
Claro que tampoco pretendemos tapar el sol con un dedo y minimizar las quejas de muchos residentes de la franja fronteriza. Pero es lo que sucede cuando existe un sistema migratorio roto que no responde a las necesidades del mercado laboral ni a factores humanitarios. No hay distinción entre un solicitante legítimo de asilo, alguien que quiere reunirse con sus familiares u ofrecer su mano de obra. Todo se confunde en esa masa humana que lamentablemente también incluye a narcotraficantes, coyotes y a todos los que de uno u otro modo explotan la necesidad y la desesperación de los indocumentados.
Pero también hay que dejar en claro que las actuales tendencias de las migraciones no están recibiendo el análisis adecuado, sobre todo por parte de los países más desarollados, que solo responden con simples políticas para regular el flujo migratorio o de plano obstruir el paso de migrantes por sus fronteras, sin tomar en cuenta la desigualdad económica, los conflictos internos o el cambio climático. Esos son los tres motores que impulsan a millones de seres humanos a abandonar todo en sus países de origen, a fin de empezar una nueva ruta en sus vidas y en las de sus familias. Quien no entienda eso está fuera de todo contexto.
Así, aunque los Dreamers siempre han gozado de simpatía entre políticos y entre la población en general, todavía no se aprueba una legislación que los legalice, de tal modo que se depende de programas como el que autorizó, bajo presión, el presidente Barack Obama en 2012; nos referimos a la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), que concede permisos de trabajo y protección de la deportación a quienes llegaron a Estados Unidos antes de 2007. No obstante, un fallo judicial lo limita a renovar permisos y a no aceptar nuevas solicitudes. Este año, por ejemplo, 100,000 jóvenes indocumentados se graduaron de preparatoria sin la posibilidad de solicitar DACA.
El caso contra DACA fue encabezado por Texas y se unieron los gobiernos de Alabama, Arkansas, Louisiana, Nebraska, South Carolina y West Virginia. Argumentan que el programa impone “cargas” a los gobiernos estatales e incluso afirman que, si no existiera, muchos de los Dreamers terminarían por irse de Estados Unidos, como si eso fuera realista o, más aún, como si fuera beneficioso para el país. Está claro que la eterna queja de los antiinmigrantes no tiene que ver en el fondo con la “legalidad”, sino con una actitud racista que no pueden ocultar, sobre todo después del arribo al poder del presidente más xenófobo de la historia de Estados Unidos, como lo fue Donald Trump.
Porque los diversos estudios sobre el programa concluyen algo muy concreto: que los Dreamers agregan más de 40 mil millones de dólares al año al Producto Interno Bruto (PIB), lo que se traduce en casi seis veces más que los 7 mil millones de dólares que DACA le cuesta a Estados Unidos. Ello se debe, entre muchos otros factores, a que este grupo de jóvenes también ha pasado a formar parte de la economía como compradores e inversionistas, ya sea en el sector automovilístico o en el inmobiliario. También han abierto negocios, han creado empleos, han multiplicado el servicio bancario al abrir cuentas, pero sobre todo han fortalecido la competitividad internacional del país como parte de su preparación educativa.
¿Alguien más cubre este perfil en estos momentos, sobre todo con esa carga antiinmigrante siempre en contra? No, pues siendo realistas, estos Dreamers aportan más que muchos antiinmigrantes que solo basan su “superioridad” erróneamente en factores raciales, convirtiéndose en seres de los que emana odio, prejuicio y división.
En efecto, esas tres anomalías de las que padece actualmente gran parte de la sociedad estadounidense no pueden —no deben— estar por encima de la ruta histórica que debe tomar cualquier nación, fuerte o débil, en este Siglo XXI del que se esperan mejores frutos en todos los ámbitos, sobre todo en el de los derechos humanos.
Ahora el futuro de DACA está en manos del Tribunal de Apelaciones del Quinto Circuito. Del panel de tres jueces que escuchó el caso este miércoles, dos fueron nombrados por el expresidente Donald Trump.
Lo que no queda claro es si el caso terminará ante la Corte Suprema de Estados Unidos, dominada por conservadores, donde recientemente no han emanado buenas noticias para los sectores más vulnerables del país.
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