Este miércoles 2 de febrero se cumple el primer aniversario de la orden ejecutiva girada por el presidente Joe Biden para desarrollar un plan regional a fin de abordar las causas de la migración desde América Central, así como mecanismos para manejar dicho flujo humano y las peticiones de asilo.
Habían pasado cuatro largos años de golpeteo constante a la migración por parte del gobierno anterior, durante los cuales miles de centroamericanos abandonaban sus lugares de origen en caravanas con la esperanza de llegar a la frontera sur, pasando por territorio mexicano, en busca de asilo. Pero el rechazo, el bloqueo, el desprecio y la deportación colocaron en una encrucijada terrible a familias enteras que, entre otras cosas, tuvieron que soportar lo indecible en suelo mexicano en espera de una respuesta que nunca llegó.
De tal modo que dicho plan de Biden se hizo en momentos en que se anticipaba con gran esperanza que la Casa Blanca y el Congreso demócratas pudieran concretar una reforma migratoria que legalizara a los millones que ya vivían aquí. La idea era dar una respuesta a los críticos de la reforma, que argumentan que los planes de legalización no impiden que sigan arribando indocumentados.
En efecto, los intentos de nuevas caravanas, si bien han sido bloqueados y disueltos, son una muestra más de que la situación de las economías de la región centroamericana es aún un asunto pendiente que requiere atención inmediata, y no precisamente a través de discursos.
Pero un año después vemos que no hay reforma migratoria; los intentos de legalizar al menos hasta 8 millones de Dreamers, beneficiarios de TPS, trabajadores agrícolas y otros trabajadores esenciales se hicieron sal y agua cuando la Parlamentaria del Senado decidió que el lenguaje migratorio no formaría parte del proyecto de infraestructura Build Back Better (BBB). Y, peor aún, el mismísimo BBB está en veremos ante la oposición de dos senadores demócratas conservadores, Joe Manchin, de West Virginia, y Kyrsten Sinema, de Arizona, que se suman al bloque opositor republicano.
Y en el vaivén de ese panorama político se debaten las vidas de millones de seres humanos que ven ahora con estupor que, a pesar de todas sus aportaciones a este país en diversos rubros, no son tomados en cuenta a la hora de que la clase política debe tomar una decisión sensata, adaptada a los nuevos tiempos que le ha tocado vivir a una nación desarrollada como Estados Unidos en el Siglo XXI.
La semana pasada, la vicepresidenta, Kamala Harris, quien dirige la iniciativa sobre las razones de fondo de la migración desde Centroamérica, asistió a la toma de posesión de la ahora nueva presidenta de Honduras, Xiomara Castro. Más allá de su presencia en actos protocolarios, una forma más significativa de refrendar el compromiso de Estados Unidos con la estabilidad de la región sería reautorizando el Estatus de Protección Temporal (TPS) para Honduras, El Salvador y Nicaragua, y una nueva designación de TPS para Guatemala.
No se duda de que la conversación Harris-Castro haya sido simbólica y significativa, pues abordaron temas como la migración, la lucha contra la corrupción y la situación económica, pero el hecho es que la protección que provee el TPS es un tema más concreto que debe tener una respuesta expedita en lo doméstico. En pocas palabras, no hay tiempo que perder.
Es decir, no hace falta ser un genio ni hacen falta comités especiales para comprender a cabalidad las causas de la migración centroamericana, especialmente hacia Estados Unidos. Los ya conocidos flagelos de hambre, desempleo, corrupción y violencia son exacerbados por los desastres naturales que han aquejado a la región, eso sin contar el efecto letal de la pandemia del Covid. Tampoco hay que ser un genio para concluir que ahora no es el mejor momento para deportar a cientos de miles de centroamericanos a sus países de origen, que son incapaces de absorberlos. Más bien son esos indocumentados los que con sus remesas enviadas desde Estados Unidos contribuyen al sostenimiento de sus familiares y, por ende, de sus naciones.
Basta reconocer que la migración centroamericana aporta valiosísima mano de obra a industrias tan importantes de la economía estadounidense —como la de la construcción, jardinería, restaurantera y otros servicios—, para darse cuenta de su necesidad y de su papel esencial, más allá de que han logrado echar profundas raíces familiares en el país.
De hecho, un estudio del Immigrant Legal Resource Center calcula que perder esos trabajadores con TPS representaría una merma de $4.5 mil millones del Producto Interno Bruto (PIB) por año. Asimismo, en una década el Seguro Social y Medicare dejarían perder $6.9 mil millones en contribuciones, además de que deportar tanta gente costaría más de $3 mil millones.
Si no hay forma de resucitar alguna iniciativa migratoria a nivel legislativo, lo correcto, moral, humano y práctico es que el presidente Biden reautorice el TPS para Honduras, El Salvador y Nicaragua, y designe a Guatemala para el mismo beneficio. Es lo mínimo que podría hacer ante la ausencia de la prometida reforma migratoria.
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