Para quienes llevan décadas aguardando por una reforma migratoria que los legalice, esperar unos días no significaría nada. Bueno, al menos el tiempo necesario para saber si la parlamentaria del Senado autoriza o no la inclusión de una vía de legalización en el plan presupuestario que se consideraría mediante el proceso de conciliación. El problema es que en todo este embrollo, a los inmigrantes se les va la vida y su futuro en este país.
Sí, porque es necesario ser claros al respecto en este momento. Se habla tanto del ámbito político y sus tecnicismos, con votos probables, obstáculos previsibles, estrategias, planes, discursos e incluso se sugieren probabilidades políticas para los legisladores en su futuro cercano. Pero en el día a día de los inmigrantes, la única estrategia es no depender de promesas para cumplir sus metas, en un eterno limbo migratorio que ya se ha vuelto costumbre.
Y esa realidad nadie la conoce tanto como ellos mismos.
Así, esta es la primera oportunidad en varios años en que se conjugan diversos factores, fundamentalmente que tanto el Congreso como la Casa Blanca son controlados por los demócratas, que durante años han prometido esa reforma sin que se haya hecho realidad.
Por ejemplo, Barack Obama la prometió en 2008, pero ya sabemos cómo culminó eso. Con un Congreso demócrata, la reforma de salud ocupó toda la atención; y luego, en 2010, los demócratas perdieron la Cámara Baja. Eso sin contar que Obama recrudeció las deportaciones. En 2012, presionado por los Dreamers y en medio de su campaña de reelección, firmó la orden ejecutiva que concedió DACA, y en 2013 el Senado demócrata aprobó un plan de reforma migratoria que nunca se consideró en la Cámara Baja de mayoría republicana.
Desde entonces, hay que decirlo, los Dreamers han sido la punta de lanza de un nuevo movimiento migratorio que ha dado fuerza y resistencia no solo a este grupo de jóvenes que fueron traídos a Estados Unidos durante la infancia, sino a sus familias, en primera instancia, y a otros segmentos de la población que durante años parecían olvidados, aunque nunca hayan dejado de luchar, como los trabajadores agrícolas, a quienes esta nación debe en verdad tanto.
Y ahora ya ni siquiera se habla de legalizar al universo de 11 millones de indocumentados, pues la propuesta actual incluye solo a unos 8 millones de personas comprendidas en cuatro grupos: Dreamers, trabajadores agrícolas, beneficiarios de TPS y otros trabajadores esenciales.
Aun así, el apoyo a lograr una vía a la ciudadanía para los inmigrantes indocumentados es abrumador en todo el país, como lo constata encuesta tras encuesta, revelando un sentimiento pro inmigrante innegable, pero al mismo tiempo una actitud pragmática con base en el beneficio irrefutable que acarrearía la legalización a la economía estadounidense.
Hace unos días, por ejemplo, la organización Data for Progress dio a conocer los resultados de 12 encuestas estatales, en las que la amplia mayoría respalda la legalización tanto en Oregon, Washington, Colorado, New Hampshire, North Carolina, Arizona, Wisconsin, Pennsylvania, West Virginia, Michigan, Georgia y Montana. El mayor porcentaje de apoyo lo obtuvo Oregon, con 80% en favor vs. 15% en contra, mientras que el menor fue en Montana, con 62% en favor y 25% en contra.
Como se ve, en todas esas entidades el respaldo superó el 50%. Esto, a pesar del resurgimiento de la retórica y las campañas antiinmigrantes, impregnadas de xenofobia y racismo.
Con todo ello, ahora estamos en un compás de espera dentro de un proceso complejo, donde una sola persona decide si el lenguaje de legalización llena los requisitos para considerarse mediante conciliación presupuestaria.
Pero, digan si no, las aportaciones económicas de esos indocumentados a través del pago de diversos impuestos y a programas como el Seguro Social deberían ser razón suficiente para tratar de legalizarlos. Pero la politiquería, sobre todo el discurso antiinmigrante, ha prevalecido sobre la razón durante décadas.
De no ocurrir nada en esta oportunidad, hay que recordar que el próximo es año de elecciones intermedias, y quién sabe si los demócratas mantengan sus estrechas mayorías en el Congreso. Por ello, este sentido de urgencia en favor de la reforma migratoria está más presente que nunca, y debería ser, más que una promesa política, un compromiso con la historia.
En efecto, porque la decepción para los indocumentados ha sido otra constante desde que abrió este nuevo siglo cuando un entonces candidato republicano, George W. Bush, prometió una reforma migratoria en el año 2000, que, ya siendo presidente, se hizo cenizas junto a las derribadas Torres Gemelas tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Es decir, que los inmigrantes llevan esperando desde el Siglo XX una solución, pues la última amnistía fue en 1986. Ya están curados de espanto. De tal modo que se hagan o no realidad las promesas de campaña, ellos saben que tienen que seguir adelante haciendo de tripas corazón y asegurando el futuro de sus familias, cueste lo que cueste.
Tal como siempre ha sido, con promesas políticas o sin ellas.
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