El largo camino de la caravana de migrantes hondureños ha dejado al descubierto diversas realidades a su paso. Como una especie de imán visual en movimiento, con un punto de partida y otro de llegada, ha atraído en relativamente poco tiempo todo aquello contra lo que anteriores generaciones lucharon durante tantos años, costando vidas en no pocos casos: racismo, xenofobia y discriminación, con la consecuente violencia verbal y física hacia el “otro”.
Y aquí no importa si ha habido verdaderas manifestaciones de solidaridad con el contingente de migrantes en distintos puntos geográficos de la región, o si los migrantes han violentado accesos fronterizos, pues el remanente discursivo en torno a la miseria humana que se ha exhibido revela el patético fracaso de instituciones, gobiernos, sociedades, sistemas educativos, así como de políticas migratorias y económicas, que ante un desplazamiento humano por necesidad han respondido, en su mayoría, con una actitud condenatoria.
Es como si el mensaje fuese que los desposeídos del planeta no tienen derechos, ni siquiera el más elemental que es el de la supervivencia.
Pero todos sabemos que el problema no es el migrante, no lo es la migración en sí, sino la brutal desigualdad alrededor del mundo. De tal modo que la respuesta está en la economía, no en las leyes, ni siquiera en las leyes migratorias, pues lo que estamos viendo no es una crisis migratoria per se, sino una crisis del sistema económico que nos ha forzado a convencernos de que esta es una lucha por nuestra propia existencia.
La situación es aún más dramática cuando se sabe que a la mayoría de los migrantes que lleguen a la frontera México-Estados Unidos con la ilusión de pedir asilo legalmente se le rechazará, mientras que quienes logren que su caso proceda tendrán que esperar largamente para obtener una respuesta, la cual no siempre llegará a ser positiva.
Es decir, han tenido todo en contra desde el principio: la violencia endémica de la que huyen culmina ahora con gases lacrimógenos arrojados desde el país más poderoso del mundo, cuyos funcionarios, empezando por su presidente, celebran como un “acto heroico” logrado el hecho de ver correr despavoridas a decenas de personas, sobre todo a madres con sus hijos menores de edad, muchos de ellos descalzos y en pañales, que solo buscaban una nueva opción de vida. Como muchos otros, como todos los seres humanos a lo largo de la historia.
Y en medio de todo eso, han tenido que soportar en tierra ajena el prejuicio de señalamientos estereotipados muy parecidos a los que el actual gobierno de Estados Unidos profiere contra los inmigrantes latinos, sobre todo mexicanos, tildándolos de “violadores, delincuentes y narcotraficantes”; pero muchos de estos ahora se han quejado, por ejemplo, de la basura que dejan a su paso esos migrantes centroamericanos —como si los éxodos fuesen asépticos—, pero cierran los ojos ante el basural cotidiano que hay alrededor de las calles de los vecindarios donde viven, acumulados en una esquina, en un lote baldío, en avenidas o en parques, como una especie de “tradición” inevitable que sobrevive a pesar de las constantes campañas de limpieza.
Otros han utilizado la falta de solidaridad con los suyos —víctimas de desastres o comunidades igualmente desplazadas por la pobreza— para evitar que se destine más atención a una caravana que solo iba de paso (comparando equivocadamente dos fenómenos de distinta raíz), pero que nunca han sido capaces de enviar una caja de alimentos, de ropa o medicamentos a esos grupos vulnerables que ahora, de repente, dicen defender por encima de los “extraños”, algunos de los cuales se quejaron de la comida que les ofrecieron, razón suficiente para que el “monstruo de mil cabezas” en que se han convertido las redes sociales condenara no a una caravana, sino a todo un pueblo, a convertirse en un estereotipo a base de “memes”. Es la xenofobia instantánea postraumática en todo su esplendor, misma que nos ha hecho descubrir una realidad aterradora, incluso entre quienes están muy cerca de nosotros.
Mientras tanto, el encono contra todo lo que signifique migrar sigue latente, a sabiendas de que en este preciso momento hay unos 250 millones de seres humanos (3.5% de la población mundial) desplazándose por todo el planeta, según datos de la ONU, en busca de mejores condiciones de vida, huyendo de guerras, hambre, persecución religiosa, sexual, violencia, corrupción, falta de oportunidades, amenazas de muerte, desastres naturales y un etcétera infinito.
En efecto, la historia nos pone a prueba de cuando en cuando y mide nuestro nivel de solidaridad o de intolerancia, en función de nuestra propia miseria humana. Así, esta caravana —y las que vengan— ha sido un revelador experimento social que determinará si el discurso pro inmigrante queda en el vacío o, por el contrario, da una vuelta de tuerca para poner en perspectiva el significado de la caravana planetaria en la que todos estamos inmiscuidos.