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Las raíces del éxodo haitiano y la nueva mecha del racismo

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Si hay algún país del continente americano que necesita ayuda en todos los niveles en este momento es Haití. Nombrarlo, de hecho, se ha convertido en sinónimo de pobreza extrema. En su sociedad, en su economía y en su política se han conjuntado todos los males que a cualquier nación le impedirían cristalizar sus objetivos de desarrollo.

De sus alrededor de 11 millones de habitantes, el 60% entra en la categoría de pobreza, en tanto que el 24% en pobreza extrema, según el Banco Mundial, con datos hasta 2020. La inseguridad alimentaria crónica, por otro lado, alcanza a unas 4 millones de personas, de acuerdo con el Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA), en tanto que el 22% de su niñez padece desnutrición crónica, indica la ONG Acción contra el Hambre.

Esos solos datos deberían hacer sonar las alarmas de cualquier gestión humanitaria internacional para tratar de salvar a una población que ahora mismo parece abandonada.

No es de extrañar, entonces, que más de 1.6 millones de haitianos se hayan visto forzados a emigrar en la última década, experiencia que les ha llevado por diversos rumbos y fronteras donde no siempre son bienvenidos.

De hecho, no solo el sur de México, sino la zona fronteriza de Estados Unidos, se han convertido en epicentro de vergonzosos espectáculos de uso y abuso de fuerza contra una comunidad que ha estado buscando salida a sus problemas inmediatos de sobrevivencia en otras zonas geográficas. La patada en la cabeza asestada por parte de un agente mexicano en Chiapas a un imigrante haitiano y el uso de las bridas como látigos por parte de agentes estadounidenses a caballo para amedrentar a los indocumentados quedarán como estampas permanentes de la barbarie antiinmigrante disfrazada de control fronterizo.

La mala gestión económica de Haití no es el único de sus problemas. Los desastres naturales también le han pasado una costosísima factura sin deberla ni temerla, sobre todo en el aspecto humano. Hay dos ejemplos relativamente recientes que no pueden escapar a la memoria de nadie: el devastador terremoto de 7 grados del 12 de enero de 2010 que, según datos oficiales, causaría más de 300,000 fatalidades, casi la misma cantidad de heridos, así como 1.5 millones de habitantes que quedaron sin hogar.

Por si ese castigo de la naturaleza no fuese suficiente, los huracanes “Matthew”, de 2016, que causó más de 500 muertes y dejó al menos dos millones de desplazados; y “Laura”, de 2020, con un panorama igualmente sombrío, también han añadido su cuota negativa a un país que no encuentra ni equilibrio, ni ruta de salida.

Sumado a ello, la inestabilidad política ha sido también un duro y permanente golpe a una sociedad hastiada de corrupción y de falta de un gobierno eficaz. Después de la gestión de Jean-Bertrand Aristide, increíblemente el primer presdiente electo por la vía democrática en la historia de Haití en 1990 —depuesto por las armas en un par de ocasiones, en 1991 y 2004—, los subsiguientes gobiernos solo han dado tumbos políticos, sin lograr la estabilidad de una nación que padeció también una larga dictadura encabezada por François Duvalier, heredada a su hijo Jean-Claude.

El reciente asesinato del presidente Jovenel Moïse, el pasado 7 de julio, también habla de una profunda inestabilidad política en un pequeño país que ha tenido una veintena de gobiernos en tan solo 35 años, y donde la violencia de las pandillas, especialmente en Puerto Príncipe, también ha hecho huir a su población, tal como ocurre en otras regiones del continente, especialmente en Centroamérica.

Este breve panorama de lo que ocurre en una nación pobre de nuestro continente, y que ahora mismo está produciendo una cantidad enorme de migrantes, no es más que un ejemplo concreto de que los modelos económicos que han sido impuestos en la región no funcionan igual para todos; antes al contrario, pareciera que la eternización de la pobreza es el objetivo final de sus ideólogos.

Mientras tanto, el imparable éxodo haitiano continúa. Las voces de sus protagonistas repiten, una y otra vez, que los dejen pasar —tanto en México, como en Estados Unidos— y que no piensan regresar por su propio pie a su país, aunque las deportaciones desde suelo estadounidense por avión se han convertido ya en una realidad dolorosa para miles de ellos desde el pasado fin de semana.

Así, el gobierno de Joseph Biden tiene ya dos bombas de tiempo en el ámbito migratorio. Por un lado, el revés sufrido recientemente por los demócratas con la negativa de la asesora legal del Senado de incluir el tema migratorio en el proceso de conciliación presupuestaria, dejando de lado la posibilidad de regularizar a millones de indocumentados que han esperado años por una solución; por otro, la aglomeración de miles y miles de inmigrantes, en su mayoría haitianos, que se han alojado momentáneamente debajo del Puente Internacional de Del Río, Texas, confiando en una compasión oficial que no llega.

Mientras Biden resuelve qué hacer con este gran conflicto migratorio, y contando con México para no dejarlos pasar en su frontera sur —tal como convino con el anterior gobierno estadounidense—, vuelve a surgir la retórica xenófoba del expresidente Donald Trump al decir que Estados Unidos se ha convertido en “la fosa séptica de la humanidad”, repitiendo falsamente que esta masiva migración está llena de todo tipo de “asesinos, narcotraficantes y delincuentes”.  ¿Suena familiar?

Trump y sus seguidores, por supuesto, no entienden las raíces del actual éxodo haitiano. Tampoco les importaría si lo analizaran. Pero Biden y los suyos se juegan el todo por el todo si no encuentran una solución antes de que prenda nuevamente la mecha del racismo.

Para leer la versión en inglés de este artículo consulte aquí.