Parece mentira, pero ha pasado un año ya del intento de destruir nada menos que la democracia estadounidense. Aquel 6 de enero de 2021 el mundo entero fue testigo de cómo una turba de fanáticos seguidores del expresidente Donald Trump irrumpió en el Capitolio federal en Washington, D.C., con la intención de impedir a toda costa la certificación del triunfo electoral del actual mandatario Joe Biden.
Entre esa plétora de inadaptados a las propias libertades que concede esta democracia, hay quienes se atreven a negar tanto los hechos como los móviles de la violenta y frustrada insurrección, rechazando tajantemente incluso que Trump fuese la mente maestra detrás de ese desaguisado histórico, cuando todo indica exactamente lo contrario. Su responsabilidad —e irresponsabilidad— es tan evidente, que el exmandatario no se podrá zafar ni de la justicia, ni de la condena histórica que le espera. Por que, por otro lado, no se trató de una “gesta revolucionaria” para salvar a los “oprimidos”, como muchas de las revoluciones históricas que han cambiado el mundo, sino un intento por salvaguardar los privilegios de una supremacía blanca que, esa sí, ha sido opresora y discriminatoria desde el nacimiento de esta nación.
Además, ese estado de negación permanente de nada ha servido a sus seguidores, pues —aunque a cuentagotas— algunos de los fanáticos perpetradores, ahora lloriqueando ante la justicia, han empezado a ser juzgados. Y faltan más, como lo prometió el fiscal general Merrick Garland.
Este atentado contra la democracia más funcional del planeta hasta el momento sirve, por otro lado, para ilustrar una dicotomía más que interesante en todos los frentes: por un lado, la democracia que intentan destruir Trump y sus seguidores; y, por otro, la democracia que construyen y consolidan con su trabajo día a día los inmigrantes, incluyendo sobre todo a los indocumentados, aunque estos no puedan votar.
Es seguro que la inmensa mayoría de seguidores de Trump aún concuerde con las políticas antiinmigrantes que su líder puso en práctica durante su gobierno (2016-2020), los cuatro años más difíciles sobre todo para los indocumentados: el racismo, la discriminación y la xenofobia que emanaron durante todo ese tiempo de la Casa Blanca se han convertido en una mancha inextinguible de ese periodo, lo que por otra parte ha revelado que la sociedad estadounidense no ha podido superar esas anomalías, a pesar de la evidente diversidad en que se desarrollan sus habitantes desde hace ya bastantes décadas.
Esta especie de autodestrucción —que tuvo su quintaesencia con el ataque al Capitolio el año pasado—es sintomática de una parte de la sociedad que lo tiene básicamente todo, en comparación con otras sociedades del mundo y en comparación sobre todo con las minorías que conviven aquí, luchando arduamente para ganar un lugar en la nación que llaman hogar y por la que han dejado todo. Y que quede claro: los inmigrantes no han venido a reemplazar a nadie, sino a trabajar, y a trabajar duro para sostener a sus familias, en primera instancia.
En efecto, mientras Trump y sus huestes estuvieron a punto de echar por tierra todo lo que ha logrado Estados Unidos en cuanto a la praxis democrática se refiere, importándoles muy poco la posibilidad de convertir al país en un estado fallido y, por ende, vulnerable ante la rapacidad de un solo hombre y sus ambiciones económicas, los inmigrantes indocumentados continuaron con la mente fija en sus propósitos, tanto para sostener a sus familias, como para sumarse a los esfuerzos de salvar a una sociedad amenazada por una de las pandemias más letales en la historia de la humanidad, como ha sido la de Covid-19 y todas sus variantes.
No es esta pandemia, por supuesto, el único ejemplo concreto del compromiso que adquieren los inmigrantes de cualquier origen, documentados o sin documentos, con la nación que han adoptado para vivir y continuar su ramificación familiar hasta consolidar su presencia, generación tras generación. Ellos han dado muestras permanentes a lo largo de las décadas y los siglos de que este país y su cultura han sido producto de las oleadas migratorias que le han dado vida, primero económica y luego demográfica, pero también educativa, sanitaria, política y, por supuesto, democrática, entre otras cosas. No es extraño ahora encontrar legisladores hijos de inmigrantes, abriéndose paso en un ámbito político nada fácil, pero que es garantía de una mayor diversidad política e ideológica.
Este primer aniversario del ataque al Capitolio nos recuerda también que el desarrollo de las sociedades industrializadas que lo tienen todo puede llegar a un nivel de desquiciamiento tal, que en un abrir y cerrar de ojos pueden destruir la democracia que hace tanta falta en otras partes del mundo.
Pero este día nos recuerda asimismo que la inmigración también ayuda a construir la democracia.
David Torres