El alivio que ha significado finalmente la transición de poder en Estados Unidos, especialmente entre comunidades de migrantes, tiene no solo una repercusión histórica inmediata, sino un efecto humanitario sin precedentes.
Pasar de una administración xenófoba y racista, con pretensiones imperiales y apoyo neonazi, supremacista y terrorismo doméstico —el cual probó suerte con el orquestado ataque al Capitolio el pasado 6 de enero—, a un gobierno claramente democrático que apostó todo a seguir las reglas del juego, marca un hito que se inscribe desde ya en este nuevo capítulo de la historia estadounidense.
Es decir, quienes pretendían desatar una nueva guerra civil mediante un golpe de Estado típico de naciones autoritarias han quedado rebasados por sus propios actos, mismos que los señalan a partir de este momento no como los defensores de una nación y sus instituciones, sino como los que intentaron destruir un país y su historia por órdenes de un aspirante a autócrata que nunca tuvo interés en los demás, ni siquiera en sus seguidores, y a quienes al final abandonó y condenó por igual tras la violencia perpetratada en uno de los recintos más emblemáticos de la democracia occidental.
En contraste, la inclusión de una propuesta de reforma migratoria tan amplia que abarque a los 11 millones de indocumentados —convertidos en chivos expiatorios de todos los males del país durante el gobierno anterior— se convierte, desde el primer día de la gestión Biden-Harris, automáticamente en una contundente respuesta humanitaria a los continuos y crueles ataques que sufrió la mayoría de los inmigrantes durante los cuatro años precedentes.
Ha sido un parto doloroso —uno más— que enseña a las nuevas generaciones cómo se hace la historia, cómo se cuenta y sobre todo cómo se participa en ella.
Pero el capítulo, por supuesto, no termina ahí. Es precisamente a partir de este 20 de enero cuando empieza la segunda parte de ese esfuerzo pro inmigrante que ha logrado colocar democráticamente en la Casa Blanca a Joe Biden y a Kamala Harris, quienes tienen una agenda muy amplia y ardua de reconciliación en el contexto de una interminable pandemia que se ha cobrado la vida de 400,000 estadounidenses hasta el momento, y de un país destruido en su imagen y en sus valores más preciados y contemporáneos, adquiridos desde la lucha por los derechos civiles.
A esta nueva etapa se debe añadir también de manera urgente el bloqueo a cualquier avance de una nueva ola xenófoba convertida en campaña política. Y en ello deben trabajar no solo legisladores, jueces y la propia presidencia del país, sino la sociedad en su conjunto. Se requiere, por supuesto, una nueva cultura del entendimiento y de la tolerancia, dentro de un marco de equidad y de ética política.
Ojalá los nuevos tiempos políticos impongan filtros de participación electoral, a fin de detectar desde el principio a quien pretenda alterar las nuevas reglas del juego: quien incluya en su plataforma política propuestas antiinmigrantes, racistas, xenófobas o supremacistas, simplemente no debería participar. Ideas así no tienen lugar ya en una democracia del siglo XXI. Además, han probado ser contraproducentes a quienes las utilizan para impulsar su agenda.
Ese, lamentablmente, ha sido también el último coletazo del presidente saliente, quien alcanzó a decir en su mensaje de despedida que “regresaremos de alguna forma”, así como el monstruo de esas películas de altísimo presupuesto, pero de bajísima calidad argumental, que ha quedado inerte después de la batalla, pero que sorpresivamente lanza el último mordisco para causar pavor entre la audiencia.
Por eso, nada se puede dejar a la deriva, aun en estas circunstancias. Y el tema migratorio —pendiente todo el tiempo de ser resuelto— exigirá al nuevo gobierno un cumplimiento cabal que logre pasar de las promesas a los hechos.
Es tiempo de cumplir.
Y ese debe ser el mantra inequívoco de millones de voces inmigrantes que han esperado mucho tiempo por una respuesta viendo pasar la vida, rehaciéndose cada día mediante el trabajo, y dándolo todo por una nación que apenas empieza a darse cuenta de que están ahí y que han logrado, también, aniquilar a su opresor.
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