Mientras los presidentes de Estados Unidos y México, Joe Biden y Andrés Manuel López Obrador, respectivamente, sostenían su segunda reunión en la Casa Blanca para discutir temas vitales de las relaciones bilaterales, hay asuntos que siguen en el tintero. Y seguirán ahí, tal como en administraciones previas y a pesar de que los encuentros van y vienen, como van y vienen los presidentes de ambas naciones. Uno de esos temas centrales e inconclusos es la reforma migratoria, que sigue durmiendo el sueño de los justos.
Es cierto que durante la nueva reunión de trabajo entre Biden y AMLO —en la que los mandatarios se trataron como socios y amigos, y en la que se destacó la confianza y el respeto a la soberanía— se abordaron temas concretos y vistosos para los titulares de prensa, como esos $3,400 millones ya destinados para reforzar la frontera, disminuir la migración indocumentada y combatir el tráfico de estupefacientes; o las 300 mil visas H-2 que el presidente estadounidense destacó como cifra record. Pero la esencia de lo que realmente ansía la comunidad inmigrante solo se tocó como una anhelada esperanza que nunca ha podido ser aterrizada, salvo en el discurso.
En esta ocasión, correspondió a López Obrador impulsar esa petición al decir que “es indispensable para nosotros regularizar y dar certeza a los migrantes que durante años han vivido y trabajado de manera muy honesta y también están contribuyendo al desarrollo de esta gran nación”. Algo tan cierto como tan comprobable en la práctica, pero ante lo que la clase política estadounidense prefiere no mirar, ni aceptar, ni mucho menos legislar.
Y así, dada la relación histórica entre México y Estados Unidos, y que gran parte del territorio estadounidense perteneció a los mexicanos, el tema migratorio entre las dos naciones siempre ha sido espinoso. La mayoría de los 11 millones de indocumentados en Estados Unidos son mexicanos y constituyen el principal grupo de inmigrantes en este país, casi 25% de los 45 millones de residentes nacidos en el extranjero. Además, la huella de los mexicanos en la historia, la cultura, la economía, el alma de Estados Unidos es indeleble. Y sus aportaciones en todos estos y otros rubros es invaluable.
Tan solo en cuanto a intercambio comercial se refiere, su valor alcanzó los $248,400 millones, el 14.6% del comercio total en Estados Unidos, de acuerdo con cifras del Departamento de Comercio, correspondientes al primer cuatrimestre de este año. Ello coloca a México como segundo socio comercial de Estados Unidos, debajo de Canadá y encima de China.
Si a ello sumamos el monto de las remesas que los mexicanos envían a su país, el panorama se amplía y refuerza al mismo tiempo la importancia económica de esta migración: tan solo en 2021 los envíos de dinero a México llegaron a la cifra récord de $51,594 millones, un aumento anual de 27.1% respecto al año anterior, que llegó a los $40,605 millones, según el Banco de México (Banxico). Esa cifra tiende a aumentar, cuando se sabe que en abril de este 2022 fueron enviadas remesas por $4,718 millones, según la misma institución.
No obstante, la reforma migratoria que legalizaría a esos mexicanos y otros indocumentados no ha pasado del intento. No nos vamos a transportar a algunos de los capítulos más oscuros de esa historia común, como fue el programa Bracero. Pero vayamos un momento al año 2001, cuando otro presidente mexicano, Vicente Fox Quesada, el primero en 71 años en no pertenecer al Partido Revolucionario Institucional (PRI), llegó a Washington, D.C., para su visita de Estado con el presidente George W. Bush.
Fox era la estrella del momento a nivel internacional por alzarse con la presidencia mexicana por el Partido Acción Nacional (PAN). Era el 5 de septiembre de 2001. El ambiente, se pensaba, no podía ser más favorable. Un presidente republicano, Bush, pro reforma migratoria, con una estrecha relación con Fox. Por otro lado, un Congreso demócrata dispuesto, se creía, a negociar esa reforma, liderados por gigantes como el senador Edward Kennedy. El tema del momento era la “enchilada completa” a la que se aspiraba con una reforma migratoria amplia.
Nada podía salir mal. Pero 6 días después, el 11 de septiembre de 2001, los ataques terroristas en Nueva York, Washington y Pennsylvania, redujeron esa reforma migratoria a cenizas. Los terroristas eran en su mayoría saudíes, pero eso poco importó a la hora de pintar de un brochazo a todos los inmigrantes como “criminales” o “terroristas”.
Esa nueva “cultura” de rechazo entre una buena parte de la sociedad estadounidense se ha venido reforzando desde entonces, hasta lograr su quintaesencia con la llegada de Donald Trump al poder en 2016, desatando una fiebre antiinmigrante, racista y xenófoba que será difícil erradicar en el corto plazo.
De este modo, de la estocada que recibió en 2001, la reforma migratoria no se recuperó del todo hasta el sol de hoy. Es cierto que ha habido intentonas como en 2013, cuando el Senado demócrata aprobó una reforma amplia que no vio la luz del día en la Cámara Baja republicana, en tanto que el posterior ascenso del Trumpismo y la escasa voluntad política demócrata no han sido terreno fértil para una reforma migratoria que abarque todo lo que se requiere, aparte de la legalización de millones y de cambios sustanciales a las leyes de asilo, entre otras cosas.
Todo este trasfondo para decir que casi 21 años después tenemos a otro presidente, López Obrador, del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), con un alto nivel de aprobación que rebasa el 60% y que viene a negociar algunos acuerdos con un presidente estadounidense con niveles bajísimos de aceptación, que apenas sobrepasan el 30%, ya sea por traspiés de su propia creación o porque el mandatario de turno paga por los platos rotos, aunque sean circunstancias ajenas a su control.
Ese diferendo en cuanto a aprobación se refiere también cuenta a la hora de negociar, sobre todo entre dos mandatarios que han tenido que enfrentar una crisis migratoria que parecía ya lejana para este Siglo XXI, pero cuyo desenvolvimiento nos regresa a las catacumbas de la cuestión migratoria, con un sistema de inmigración completamente dañado y anacrónico, pero el que nadie quiere componer. Ni con leyes, ni con voluntad política.
También ha sido un encuentro que se da en un momento terrible con una crisis en el sistema de asilo de Estados Unidos, con un Partido Republicano y gobernadores republicanos de estados fronterizos como Texas, propagando desinformación y una retórica racista y antiinmigrante que lamentablemente es bien recibida por un amplio sector del electorado estadounidense, incluyendo a muchos latinos. A eso hay que sumar un Partido Demócrata más que tibio que no ha sabido enfrentar la narrativa republicana y no ha hecho uso adecuado del control, al menos por lo que resta de este año, de las ramas Ejecutiva y Legislativa.
¿Y la reforma migratoria? Esa sigue siendo una esquiva ilusión.
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