Identificados ya como un grupo social que ha sido rechazado y atacado directa, consistente y contundentemente desde el poder, los inmigrantes, sobre todo los latinos, hemos tenido que madurar a pasos agigantados en todos los frentes en apenas un par de años, a fin de sobrevivir cada embate emanado del prejuicio, de la discriminación y lamentablemente del racismo que ya permea cada rincón de Estados Unidos.
No es poca cosa. No especialmente en este momento en que se suponía que la humanidad estaría dando un salto cualitativo en su definición filosófica, tras siglos de interminables desajustes en los que la competencia por la hegemonía dispersó todo viso de integración como género humano.
Se esperaba, en todo caso, que las vertientes del saber y de la experiencia estadounidense como incomparable laboratorio social iban a colocar en una nueva y benevolente perspectiva histórica a este país, perspectiva en la que nadie imaginaba por supuesto que el odio disfrazado de política migratoria iba a ser el resultado que ahora mismo estamos padeciendo. Tampoco es algo nuevo, a decir verdad.
Pero todos nos sentíamos incluidos, aceptados, respetados, no solo como inmigrantes, sino sobre todo como seres humanos, a diferencia en muchos casos del castigo social, económico y político que se infligía en nuestros países de origen, donde regímenes de intolerancia y corrupción interrumpieron el futuro imaginado de infinitas generaciones que seguramente no deseaban abandonar sus orígenes.
Intervino, entonces, el derecho humano a emigrar, ese derecho que no todos aquí aceptan, ni entienden, ni analizan, si no es solamente desde la instancia “legal”, otra más de las entelequias disfrazadas de “razón” que mantienen en este preciso momento, por ejemplo, a cientos de familias separadas, con el agravante del severo daño psicológico infligido a decenas y decenas de menores de edad confinados en centros de detención durante meses, sin que se vea una solución a sus casos en el corto plazo.
Pero si bien es cierto ahora es el “trumpismo” el que nos ha colocado en una especie de acotación al margen de la trayectoria histórica de este país —negando incluso nuestra propia historia ganada a pulso—, es fácil imaginar que el amedrentamiento, la animadversión o el escarnio del que somos objeto prácticamente todos los días forman parte del necesario fortalecimiento que como comunidad nos ha ayudado a superar estos y más escollos similares en nuestro paso por el mundo.
Y es aquí donde me quiero detener un poco: el inmigrante no es el problema, sino la solución de múltiples desequilibrios no de un país en específico, sino de la recomposición paulatina de la sociedad humana. Nuestros lógicos desplazamientos, como ha sido pauta desde los orígenes de la humanidad, son de sobrevivencia, de reacomodo, de aportaciones palpables en el camino, de garantía generacional para las sociedades que envejecen, así como de ayuda al cambio de actitud nacional al paso del tiempo.
De este modo, el rechazo feroz que nos revienta el rostro a cada momento no es algo nuevo. En todo caso, nos ha ayudado a entender las sociedades donde decidimos estacionar momentáneamente nuestros destinos, a analizarlas y, sobre todo, a tipificarlas en nuestro propio catálogo mental-histórico, el cual queda siempre como legado inevitable para las generaciones venideras.
En conclusión, hemos aprendido que sin inmigrantes no funciona el mundo.
¿Qué han aprendido ellos, entonces, de su vergonzoso rechazo hacia nosotros?