Por más lamentable que haya sido el mortal tiroteo del sábado en Buffalo, Nueva York, que cobró la vida de 10 personas, en su mayoría afroamericanos, a manos de un desequilibrado supremacista blanco, la cruda realidad es que era de anticiparse.
En efecto, pues tal parece que para una buena parte de la sociedad estadounidense —la más recalcitrante y supremacista— “resolver” los problemas sociales no es el diálogo, ni el análisis, ni mucho menos el entendimiento mutuo, sino simple y sencillamente recurrir a la violencia armada, misma que se ha convertido en el signo de los tiempos en esta nación.
De hecho, a nadie sorprende que un país lamentablemente dividido, en particular desde el ascenso del trumpismo al poder, donde un sector anglosajón cree que las crecientes minorías étnicas quieren reemplazarlos, sea terreno fértil para el desarrollo de fanáticos racistas que no dudan en sacar ventaja del otro flagelo que aqueja a esta nación: el fácil acceso a las armas.
Las 21 millones de armas de fuego, entre revólveres, escopetas y fusiles automáticos que según la propia National Sport Shooting Foundation (NSSF) se vendieron en Estados Unidos en 2020, el peor año de la pandemia, son la prueba más fehaciente de que este mercado no dejará de fructificar mientras persista la tendencia hacia el racismo, que es a su vez caldo de cultivo de ese otro fenómeno más que aterrador: el terrorismo doméstico, al que son tan proclives los jóvenes blancos supremacistas, clientes cautivos de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por su sigla en inglés).
Esa influencia perniciosa de las armas no es solo doméstica, sino hacia el exterior, lo que explica en gran medida el carácter bélico de esta nación: según el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), el 36% de las exportaciones de armas entre 2015 y 2019 correspondió a Estados Unidos, con nada menos que 96 clientes, el verdadero país dominante en ese rubro.
Y lo peor del caso es que sean figuras políticas y públicas las que echen leña al fuego con su retórica incendiaria, sin medir las consecuencias que pueda tener su discurso en una mente febril. Por ello, para muchas minorías la principal preocupación es precisamente esa agenda nacionalista blanca, que pormueve con vehemencia la teoría del “gran reemplazo”, un absurdo histórico que nada tiene que ver con el mundo que necesitamos hoy, en este siglo XXI.
Porque no olvidemos que han sido figuras republicanas, comenzando con el propio expresidente Donald Trump, quienes promueven, por ejemplo, la idea de que la frontera sur con México está “fuera de control” y que estamos siendo “invadidos” por indocumentados. De hecho, el manifiesto de Payton Gendron, el individuo de 18 años que perpetró la matanza en Buffalo, hace referencia a una “invasión” sin precedentes, con lo que busca justificar sus deleznables actos.
Pero racista al fin y al cabo, su odio por los afroamericanos lo llevó a escoger un supermercado en una zona de esa comunidad para llevar a cabo la matanza, pues latinos, afroamericanos, musulamanes, asiáticos o judíos, todos son blanco del odio y del prejuicio que mueve a estos individuos. Incluso lo son otros anglosajones que no compartan sus ideas, como el caso de Charlottesville, Virginia, donde otro desequilibrado embistió con su auto a una contramanifestación que repudiaba el mensaje racista del evento, matando a una joven anglosajona.
En 2019, en El Paso, Texas, otro supremacista blanco, Patrick Crusius, atacó a tiros un Walmart matando a 23 personas e hiriendo a otras 23 en su mayoría hispanos. Y ha habido ataques contra sinagogas, iglesias afroamericanas, mezquitas, etc., porque el odio de estos individuos es contra cualquier minoría.
La teoría del “gran reemplazo” de anglosajones por parte de las minorías ha pasado de grupos extremistas y supremacistas blancos a ser normalizada por presentadores de televisión conservadores, como es el caso de Tucker Carlson, en Fox News, y de políticos republicanos que le han dado su visto bueno a un discurso racista, si eso supone movilizar a las huestes que los colocan en el poder.
Porque lo triste de esta situación es que un sector de la población avala este discurso racista y favorece con su voto a estas figuras, tal y como lo vimos con Trump en su triunfo de 2016. Tal y como lo veremos en futuros comicios. Hay una audiencia receptiva y los políticos lo saben. Pero cuando alguien interpreta la retórica literalmente y culmina en violencia, entonces esos mismos políticos se lavan las manos de cualquier responsabilidad.
Lo mismo ocurrió con el ataque al Capitolio federal el 6 de enero de 2021, cuando una turba enardecida pro Trump intentó evitar que se certificara el triunfo de Biden. Trump y su gente atizaron a una multitud convencida de que su violencia estaba justificada porque le habían “robado” la elección a su máximo líder. Y la violencia terminó en muertes.
Pero la incomodidad de los nacionalistas blancos es un signo de su propia decadencia, moral, histórica y filosóficamente hablando. En tanto, mientras de manera errónea dicen que la gente de color está tratando de “reemplazarlos” —como si la demografía fuera solo una invención mágica o un mito—, ellos están reaccionando de forma violenta y, al mismo tiempo, están atacando a las minorías, las están rechazando y, lo que es más grave, las están matando.
Pues sucede que la retórica racista, tarde o temprano, siempre generará violencia y muerte.
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