Eva Robles trabaja en las cosechas de San Luis, en el condado de Yuma, Arizona, pizcando brócoli, coliflor, lechuga, repollo, apio, espárragos, zanahorias y dátiles. Llegó a Arizona desde Sonora, México, a los 15 años de edad; a los 18 comenzó a trabajar en el campo y le tomó 25 años obtener su residencia permanente.
Con todo ese esfuerzo y aun cuando comparte las mismas arduas labores con decenas de trabajadores indocumentados todos los días, esta semana —como en ocasiones previas— será satanizada junto a sus compañeros de trabajo por los republicanos que vienen a la frontera a culpar a los migrantes de todos los males del país, sin reconocer sus aportes a la economía, ni admitir que las manos de esos trabajadores agrícolas siembran, recogen, procesan y empacan los alimentos que consume esta nación.
Eva pertenece a uno de los sectores considerados como esenciales, después de la atención a la salud y la seguridad pública, que visibilizó la reciente pandemia de Covid-19, y que evidenció la profunda dependencia de la economía y la sociedad estadounidenses en los trabajadores inmigrantes. Sin embargo, hay quienes aún hoy se empeñan en minimizar su importancia en el fortalecimiento de un país de inmigrantes como es Estados Unidos.
Por ejemplo, esta semana el Comité Judicial de la Cámara Baja realizará una audiencia denominada La Crisis Fronteriza de Biden: Parte 2, en Yuma, Arizona, la ciudad donde nació el icónico líder campesino César Chávez. Solamente con echar un vistazo a los congresistas republicanos que componen la delegación —Jim Jordan, Tom McClintock, Andy Biggs, Matt Gaetz, entre los más recalcitrantes— es fácil advertir que vienen a repetir su cansado libreto de una frontera “descontrolada” y de unos inmigrantes que equiparan con “terroristas” y “narcotraficantes”.
“Como no viven aquí (en la frontera), no saben cómo vivimos nosotros”, dice Eva en entrevista telefónica. Y añade: “Lo que hacemos es trabajar duro y ayudar a la economía del país. No saben que nosotros nos levantamos, pasamos frío, en tiempo de calor nos deshidratamos, terminamos en el hospital y al día siguiente seguimos echándole duro al trabajo, porque se tiene que sacar la cosecha y sacar a nuestras familias adelante”.
Y tiene mucha razón esta inmigrante, pues ese duro trabajo se refleja directamente en la enorme producción agrícola que ha hecho de Estados Unidos el líder en el sector, país que fue capaz de contribuir en 2020 con $175 mil millones de dólares al Producto Interno Bruto (PIB), junto con la pesca y la industria forestal, según New American Economy. En 2018, por ejemplo, fue la nación mayor productora de maíz con 392 millones de toneladas. Y todo eso, y más, con las manos de miles de familias trabajadoras migrantes que son ninguneadas y atacadas constantemente, como pretende hacerlo de nuevo en Yuma el ala más extremista del Partido Republicano, enquistada como mayoría ahora mismo en el Congreso.
Eva viene de una familia de trabajadores agrícolas originalmente de Sonora. Su abuelo, Juan Robles, trabajó y marchó con Chávez, el líder que encabezó la lucha por los derechos de los trabajadores del campo que, al sol de hoy, a pesar de los avances siguen sin recibir un trato justo, comenzando con la legalización de quienes son indocumentados. De hecho, se sabe que más del 30% de los campesinos en Estados Unidos son mexicanos o de origen mexicano y que su poder adquisitivo es de alrededor de $881 mil millones, lo que representa el 57.2% del poder adquisitivo total de la población latina del país. Pero hay políticos republicanos que quisieran esconder esos datos contundentes.
“Mi abuelo paterno estuvo en las marchas con César Chávez, fue su escolta; y mi padre, desde los siete años, ha trabajado en el campo y todavía sigue haciéndolo. Andaban en las corridas (cosechas de temporada) siempre”, recuerda Eva. De tal modo que ella no duda en llamar a Chávez “nuestro líder”. Pues gracias a él, añade, “tenemos privilegios que antes no teníamos. Su legado es importantísimo. A los niños se les enseña la historia y ellos van apreciando su legado”.
Así, para ella es indignante que los políticos, por una parte, acusen a los inmigrantes de todos los males, y por otra hagan promesas que no cumplen. Dice: “Es injusto que no le den solución a los problemas que tenemos aquí en la frontera. Que vengan a sacarse la foto bonita, pero que (también) tomen cartas en el asunto, porque las personas necesitan la legalización. Trabajan duro con la esperanza de que pronto va a haber una solución”.
En efecto, no hay un reflejo directamente proporcional entre el gran esfuerzo de miles de seres humanos como Eva y el poco resultado que ha dado la clase política estadounidense a un simple anhelo: el de ser reconocidos plenamente ante la ley como parte de la sociedad en la que se encuentran enraizados durante ya varias generaciones que reconocen como hogar a este país que los utiliza —económica, laboral y políticamente—, pero que no los acepta por completo. Y en ello asoma siempre el espectro del racismo y de la discriminación que emana de la retórica tradicional republicana.
“Muchos en mi familia arreglaron sus papeles con la amnistía (de 1986), pero antes de eso lucharon fuerte (sin documentos) y dejaron huella, porque el trabajo en el campo no es fácil”, enfatiza Eva. Y agrega: “Todos los que trabajamos en el campo aportamos un granito a la economía del país, porque sin nosotros sería diferente… pues en el campo no vas a mirar a un americano cortando una lechuga o aventando brócoli para que se empaque. No. Nosotros somos los que luchamos y llevamos a la mesa todos los vegetales”.
En las palabras de Eva se confirma una realidad ineludible: que “del total de trabajadores de origen mexicano, ocho de cada diez nacieron en México y dos son hijos, nietos o descendientes más lejanos de inmigrantes mexicanos que ya nacieron en Estados Unidos”, como indica el estudio “Esenciales pero vulnerables”, de la Universidad de California.
“Cada vez que hacen promesas de que esta vez sí (viene la reforma), se ilusionan y después no pasa nada y viene la tristeza”, lamenta Eva. Y explica: “Ellos vienen a este país a trabajar y a luchar. A sacar a sus familias adelante. Y están esperanzados en obtener un documento para ir a sus países a ver a sus familias y regresar acá a seguir luchando y aportando al país. Es triste. Vas a ver gente trabajando en el campo que son bien mayores. De 80 años, de 85 años, le echan ganas y todavía tienen la esperanza de tener un documento”.
Por su parte, José Flores, organizador de la Fundación UFW en Arizona, indica que una de las misiones de la fundación es precisamente “alzar las voces y las historias de los campesinos de la frontera”.
Y sostiene: “Se pinta un cuadro de que es un lugar peligroso y sin control, y aquí en San Luis la historia es muy diferente. Es una comunidad donde la gente cruza la frontera a diario para ir a las tiendas, a la escuela, a trabajar”. Además, José lo deja bien claro: “En marzo, la vida y el legado de César Chávez se celebran en San Luis, (porque) la comunidad sigue celebrando a César Chávez”. De tal modo que a José le gustaría que el Congreso escuchara a la gente que vive ahí, a los trabajadores.
Para leer la versión en inglés de este artículo consulte aquí.