La administración del presidente Joe Biden enfrenta, de una parte, una disyuntiva moral, pero también política, de la otra, ante las demandas por la eliminación del funesto Título 42. La situación es relevante, dada la naturaleza de dicha política establecida por Donald Trump que, a nombre del Covid, impide que migrantes soliciten asilo en Estados Unidos y, en muchos casos, sean repatriados hacia las naciones de las que huyeron. Hacer o no hacer, esa parece ser la cuestión.
Y en ese ir y venir del péndulo de los valores nacionales y los intereses políticos, miles de familias migrantes han sufrido lo indecible ante las puertas de una nación que en el discurso invita a los desvalidos y perseguidos del mundo a ver en Estados Unidos su tabla de salvación, pero que se contradice al momento de poner candados a la posibilidad de una bienvenida.
Es decir, de una parte, médicos, expertos y activistas señalan que es hora de revocar la regulación que ha provocado que miles de inmigrantes que han llegado a la frontera sur para pedir asilo sean retornados a México a enfrentar violencia, prejuicio y todo tipo de vejaciones en sectores de la franja fronteriza, controlados por narcos y pandilleros. Los números, en ese sentido, no mienten: las autoridades de la frontera han utilizado el Título 42 en más de 1.7 millones de ocasiones para expulsar migrantes, según sus propios datos.
Pero ahora, ante la invasión rusa en Ucrania, y con el trato a los refugiados ucranianos, ha quedado plasmado de manera más evidente que se trata de una política pública discriminatoria que no tiene razón de ser. En días atrás una familia ucraniana, con toda razón, fue eximida del Título 42 a su arribo a la frontera sur, de acuerdo con la nueva directriz del DHS, de no aplicar a los ucranianos dicho Título 42 y procesarlos caso por caso, con base en una concesión de un año de libertad condicional humanitaria, además de permitirles vivir y trabajar legalmente en Estados Unidos de manera temporal.
Sin embargo, familias haitianas y de otras naciones de color son rechazadas y, en muchos casos, deportadas a naciones que no los pueden absorber, pues están plagadas de violencia y miseria. De este modo, el contraste es aún más cruel y discriminatorio, dejando en amplia desventaja a quienes han solicitado asilo no solamente aun antes, sino debido a las mismas razones de extrema violencia en sus naciones de origen, en una guerra no declarada oficialmente, pero sí de manera sistemática, lo mismo por la delincuencia organizada, que por poderes locales alimentados por la corrupción, sin olvidar el nocivo influjo de las pandillas.
Pero de otra parte está la presión política con sus posibles consecuencias en estas elecciones de medio término. Por un lado, los sectores progresistas, así como los grupos pro inmigrantes, le recuerdan a Biden que triunfó gracias al apoyo de comunidades de color que, hasta ahora, no han visto progreso en los temas que defienden y que no ven con buenos ojos una política pública de corte racista, según varios sectores. Quienes ya están tratando de movilizar a los votantes de color, particularmente a los latinos, recuerdan que no hay reforma migratoria y que las únicas noticias que prevalecen son sobre la discriminación de migrantes de Latinoamérica, África, el Caribe y otras regiones, sobre todo los solicitantes de asilo.
Esa indecisión o falta de valor político por cumplir con lo prometido es un potencial caldo de cultivo de futuras rencillas migratorias, que incluso se podría interpretar como el típico recurso de “divide y vencerás”, pero que en este caso de ninguna manera conviene a nadie, ni a un partido, ni a las comunidades migratorias, pero sobre todo ni a la propia sociedad estadounidense.
Al mismo tiempo hay un tercer factor más específicamente fronterizo, al abundar reportes de que el gobierno de Biden teme que, de anular el Título 42, arriben miles de migrantes a la frontera sur, alimentando los ataques republicanos de que la franja “está descontrolada” y que los demócratas son los “culpables”.
No es de dudar que ya los estrategas políticos republicanos hayan empezado a diseñar sus futuras campañas con la misma cantaleta antiinmigrante en función de la seguridad fronteriza, algo que si bien les ha funcionado con unos sectores sociales, les ha minado credibilidad en muchos otros. No ver la cuestión fronteriza con una visión propia del Siglo XXI, remite a esa parte conservadora a tratar de defender esa frontera —como si fuera la única— a punta de pistola y con actitudes de “héroe” arrogante de película de acción.
Hay, sin embargo, varios problemas con esa premisa del arribo de miles de inmigrantes. Uno de ellos es que ya es hora de que los demócratas no le tengan tanto miedo a la retórica antiinmigrante de los republicanos. Ya es hora de que enfrenten este asunto, primero demostrando que pueden hacer lo correcto desde el punto de vista moral y humanitario. Y otro es que demuestren que son capaces de afrontar las situaciones que se susciten en la franja fronteriza.
Esta nación tiene la capacidad y los recursos de lidiar con los solicitantes de asilo. Naciones como Polonia, Rumania y otras, que no son potencias mundiales, han absorbido más de tres millones de refugiados ucranianos en un mes. Tan solo en Polonia, el país adonde se ha dirigido la mayoría de los refugiados, ya vivía más de un millón de inmigrantes ucranianos, en una nación de 38 millones de personas. Y aun así, Estados Unidos le teme a unos miles en su frontera. Como país, Estados Unidos no puede estar exigiendo a otras naciones que hagan lo moralmente correcto y le abran los brazos a refugiados, cuando en casa la historia es totalmente diferente.
No se puede estar con Dios y con el Diablo. Es hora de que el gobierno de Biden decida con quién está.
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