Durante la Semana Santa, cristianos de diversas denominaciones recuerdan la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Lo hacen a través de procesiones, asistiendo a la iglesia (quizá la única vez en el año que lo hacen), renunciando a comer carne (también quizá la única vez en el año) y prometiendo (algunos) ser mejores seres humanos con su prójimo.
No hablaré de cómo la Semana Santa se ha tornado en otra lamentable excusa para comerciar y hacer y deshacer, como prueban los spring breakers que cada año retacan playas estadounidenses y de otras partes del mundo no precisamente para rezar o visitar las Siete Estaciones. En mi querido Puerto Rico las procesiones compiten por atención con las rebajas de primavera o los bailes de Sábado de Gloria.
Pero a lo que voy.
En Semana Santa y el resto del año hay personas que cuando menos son sinceras y no van navegando con bandera de moralistas y defensores de los valores familiares, como hace la inmensa mayoría de los políticos.
Y de eso pueden dar cátedra los políticos que llenan el Congreso, sobre todo cuando de inmigración se trata.
Años atrás, el entonces aspirante presidencial republicano, George W. Bush, acuñó la célebre frase de que “los valores familiares no terminan en el Río Grande”. Se refería a que un padre o una madre de familia hará lo que sea para alimentar a sus hijos si en su país no tiene las posibilidades de hacerlo, y eso incluye cruzar la frontera sin documentos.
En su primera gestión presidencial, de 2000 a 2004, Bush trató infructuosamente de impulsar una reforma migratoria que se derrumbó junto con las Torres Gemelas en Nueva York, un costado del Pentágono en Virginia y el vuelo 93 de United en Pennsylvania durante los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Bush también enfrentó el veneno del ala extremista del Partido Republicano y, con todo, en 2004 fue reelecto y fue el último republicano en lograr 40% del voto latino en una elección presidencial.
A pesar de los abismales índices de aprobación entre los votantes latinos, el ala antiinmigrante sigue reinando y definiendo el discurso migratorio del Partido Republicano. Y sigue sintiéndose abanderada de la moral y los valores familiares.
La semana pasada Jeb Bush, el carismático ex gobernador de Florida, hermano de W. y eterno potencial aspirante a la nominación presidencial del Partido Republicano –esta vez para 2016–, se aventuró a decir, hablando del mismo tema, que cuando un inmigrante cruza sin documentos para proveer a su familia lo que no puede ofrecerle en su país, no es un delito sino “un acto de amor, un acto de compromiso con su familia”.
De inmediato saltaron los “estandartes” de los valores familiares del Partido Republicano, encabezados por Ted Cruz, el senador de Texas y favorito del Tea Party, a cuestionar a Bush y hablar de leyes y de estado de derecho.
Las mismas leyes y el estado de derecho que tuercen cuando les conviene.
No dicen cómo las leyes migratorias a través de la historia de este país han sido violentadas por los empresarios, los mismos que aportan a las campañas de muchos políticos, explotando mano de obra sin derechos ni beneficios en perjuicio de ese trabajador y de los trabajadores estadounidenses.
O cuando la economía está en época de vacas gordas, las leyes y el estado de derecho se lanzan por la ventana si diversos sectores pueden tener ganancias a costa de la mano de obra indocumentada. Cuando hay vacas flacas, esos mismos inmigrantes son su chivo expiatorio favorito para achacarle todos los males del país.
Muchos de estos políticos son los primeros en fila en misas y servicios religiosos. Siempre creen tener a Dios y a la verdad de su lado. Recuerdo haber pasado semanas en Alabama cubriendo la debacle de la antiinmigrante Ley HB 56 sobre familias hispanas de situación migratoria mixta.
Los letreros con mensajes religiosos que abundaban en carreteras y autopistas contrastaban con la conducta de funcionarios públicos y residentes hacia una comunidad que ya es parte de su fibra y de su economía.
Y es igual en el resto del país.
El pasado jueves, todavía defendiendo sus declaraciones del ‘acto de amor’, Bush dijo otra verdad: “No es un valor estadounidense permitir que personas sigan viviendo en las sombras”.
Pero para estos políticos los valores familiares sí terminan en el Río Grande o dondequiera que haya entrado un inmigrante para buscar una mejor vida para su familia o para volver a estar con hijos y nietos ciudadanos cuando son deportados tras décadas de vivir en Estados Unidos. O quizá los valores familiares sólo aplican a quienes lucen como ellos.
Para estos políticos no hay distinción entre el inmigrante delincuente que merece la deportación y el inmigrante trabajador que aspira a una mejor vida, así haya dejado el pellejo realizando muchos trabajos que benefician a esos mismos políticos.
Los hispanos y muchos inmigrantes mantienen con fuerza esa tradición de la importancia de la familia. Es más que un eslogan.
Pero irónicamente son los políticos que se llenan la boca para hablar de valores familiares los primeros en atacar a los inmigrantes. Un partido los sataniza; otro los separa de sus familias.
A Dios rogando y con el mazo dando.
Dice Mateo 23:23: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe.
Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”.
Amén.
Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice