Cada vez que el presidente en turno ofrece su discurso sobre el Estado de la Unión comienza la alharaca sobre a quién invita a las gradas, cuántas palabras le dedica a un tema, si habló con energía, si fue un somnífero, si no retó a la oposición, si no fue inspirador, si lo aplaudieron o no, qué cosas cumplió y cuáles permanecen en el tintero.
El discurso anual es un trámite que esboza lo que la administración en turno considere como logros y que plantea los asuntos en los que espera colaboración del Congreso, particularmente de la oposición, pero incluso de los diversos sectores de su propio partido. Temas que han quedado pendientes de discursos previos, como el de la reforma migratoria, que lleva, con éste, seis años en cada discurso, y un año más como promesa de campaña.
Puede considerarse un discurso más o uno menos, aunque hay momentos históricos o electorales cuando cobran especial importancia.
Este momento tiene de todo un poco, porque el presidente Barack Obama busca completar lo más que pueda de la restante agenda de su histórica presidencia en medio del tranque legislativo de uno de los Congresos de poder compartido más inútiles de la historia.
Y de hecho, todos los sectores políticos tienen algo en juego, especialmente en año de elecciones de medio tiempo y a dos años de la elección general de 2016.
El presidente Obama llega a este sexto discurso con índices de aprobación por debajo de 50%, de esos que no necesariamente le dan ventaja para negociar con el Congreso.
Pero le restan tres años de presidencia y persistencia, los mismos tres años que serán consumidos por la política electoral, este año por el control del Congreso, y 2015 y 2016 por la desenfrenada carrera para elegir a su sucesor.
Ante la premura del calendario, Obama afirma que para negociar piensa usar el teléfono, pero también su pluma para girar órdenes ejecutivas sobre asuntos en los que el Congreso no colabore.
Es un balance delicado ante una Cámara Baja controlada por los republicanos, el Senado por los demócratas; a que no se anticipa que la Cámara Baja cambie de manos, pero existe temor de que la frágil mayoría demócrata del Senado esté en juego en noviembre.
Obama llega vapuleado por un 2013 brutal que fue consumido, una vez más, por la batalla campal que ha marcado al principal sello de esta administración, el Obamacare; pero también por épicas batallas presupuestarias y por asuntos pendientes, como la reforma migratoria.
Los años electorales son legislativamente complicados, pero a veces producen resultados,
dependiendo de lo que los titulares quieran demostrarle al electorado.
De lo temas pendientes es la esquiva reforma migratoria la que ofrece a los dos partidos y al presidente la posibilidad de evidenciar algún logro legislativo con el potencial de rendir frutos en las urnas, especialmente en las elecciones generales de 2016.
Cómo lograrlo ha sido y será la pregunta.
Obama, por un lado, tiene que apelar a una Cámara Baja de mayoría republicana negada a que le impongan condiciones, especialmente ante su negativa de conceder una vía especial a la ciudadanía para millones de indocumentados y negada a negociar con la versión de reforma que aprobó el Senado el 27 de junio de 2013 que sí concede una vía especial, aunque de 13 años, a la ciudadanía.
Y debe hacerlo aunque los republicanos estén haciendo lo que no quieren que les hagan: trazar una línea de hasta aquí diciendo que no habrá camino especial a la ciudadanía. Y hacerlo consciente de que lo que se negocie no será de la satisfacción de todos, y consciente de que hay sectores pro reforma que desde ya le están pidiendo a Obama que haga uso de su pluma para frenar las miles de deportaciones diarias que han marcado a esta administración.
¿Y qué harán los republicanos cuando den a conocer su hoja de principios de reforma migratoria? Si las especulaciones son ciertas, quizá ofrecerán una vía acelerada a la ciudadanía para algunos y legalización para otros. La clave está en ver si esa legalización permite que la ciudadanía permanezca como alternativa mediante canales existentes, como lazos familiares o laborales, si es que se rompen otras barreras que al presente bloquean esos canales existentes, entre esos, la llamada ley del castigo (prohibiciones de 3 y 10 años) y los inadecuados topes de visas. Sería cuestionable la prohibición a que un grupo de personas, en este caso en su mayoría hispanas, tuvieran la opción de en algún momento aspirar a la ciudadanía si así lo decidieran.
Lo importante no son los principios, sino el lenguaje legislativo que se presente.
Arranca otro año de discursos, reuniones de planificación, llamadas, negociaciones y plumazos. A ver si en el frente migratorio tanta alharaca finalmente produce algún resultado.
Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice