Donald J. Trump teme perder la reelección. Siente “pasos en la azotea” y está enfrascado en una frenética campaña, no para ganarle limpiamente al virtual nominado presidencial demócrata, Joe Biden, sino para sembrar en los estadounidenses dudas sobre los resultados electorales del 3 de noviembre.
Su nerviosismo es entendible tras la difusión de recientes encuestas que no lo favorecen, aunado a los números negativos en la economía —que según el propio departamento de Comercio coloca la baja del PIB en 32.9% en el segundo trimestre de este año—, como consecuencia directa de la pandemia de coronavirus que, tras un descuidado manejo oficial, mantiene a Estados Unidos aún como el epicentro de la propagación a nivel mundial, con más de 4 millones de contagiados y más de 160 mil decesos.
Por ejemplo, el sondeo de The Real Clear Politics reveló en junio que el vicepresidente Biden alcanzaba 48.3% de respaldo entre los votantes, frente a 42% de Trump. Cifras relativamente similares dio a conocer la encuesta de The New York Times y Siena College, que encontró un respaldo de 50% para Biden, ante 36% para Trump. Más revelador aún fue el descenso que el presidente tuvo, según el portal FiveThirtyEight, que también por esas fechas detectó que el actual mandatario contaba solamente con 42.9% de respaldo, frente a 45.8% de tres semanas atrás.
De ahí su descabellado comentario en torno a cambiar la fecha de las elecciones y su insistencia en que el voto por correo, tan vital particularmente en medio de la pandemia, se presta a “fraude”, a pesar de que el propio Trump ha votado por correo al igual que muchos de sus familiares y asesores.
Porque el objetivo de Trump es tan claro como el agua: generar suficiente desconfianza en el proceso democrático electoral, de manera que el resultado, sobre todo si es en su contra, sea cuestionado por algunos sectores electorales. En el peor de los casos esto puede resultar en brotes de violencia o en largos procesos judiciales si, de darse el caso, Trump decide impugnar los resultados.
Es decir, su especulación electoral se adelanta a los hechos, revelando así la realidad inocultable de que ya una gran mayoría del electorado estadounidense se ha dado cuenta de la clase de presidente que tiene secuestrada la Casa Blanca para fines que van más allá de lo político y que ha hecho aterrizar políticas públicas antiinmigrantes, xenófobas y racistas, propias de regímenes muy alejados de la democracia, que pasan por alto incluso órdenes de la Suprema Corte de Justicia, como lo que está haciendo con el programa DACA y sus beneficiarios los Dreamers.
Trump lleva décadas, desde antes de ser presidente, hablando de fraude electoral, de elecciones amañadas y de teorías conspiratorias. En 2008 fue uno de los que encabezó los esfuerzos de cuestionar la veracidad del certificado de nacimiento de Barack Obama, quien nació en Hawaii, pero según Trump fue en Kenia, África.
En 2016, como candidato presidencial republicano, izó la bandera de “fraude” cuando su contendiente demócrata, Hillary Clinton, lo aventajaba en las encuestas. Temiendo perder, comenzó a enfatizar que los resultados serían manipulados. Al final, parece haber habido manipulación rusa, pero a su favor, y Trump ganó el Colegio Electoral por menos de 80,000 votos en 3 estados. Pero como perdió el voto popular por más de 3 millones de sufragios, entonces argumentó que eso se debió al “voto fraudulento de indocumentados”.
Esto es, mentira tras mentira fue fraguando un escenario ficticio donde las “víctimas” serían él y la “grandeza perdida” de Estados Unidos, ante un fácilmente impresionable electorado que añoraba épocas de privilegio en las que la supremacía blanca dictaba la agenda nacional en todos los aspectos, desde lo moral y religioso, hasta lo sexual y lo político, sin tomar en cuenta que ya otro tipo de nación más diversa e incluyente los había rebasado para conformar una sociedad propia de un siglo nuevo acoplado a los vaivenes del resto del mundo.
Así, Trump vuelve a la carga mintiendo y promoviendo teorías conspiratorias, incluyendo una que alega que naciones extranjeras “producirán boletas de votación fraudulentas” para alterar el resultado electoral, algo que incluso los servicios de inteligencia de Estados Unidos han descartado.
El objetivo de Trump es evidente: empañar la legitimidad de la elección en caso de que el voto sea en su contra, porque a Trump solo le importa Trump y le tiene sin cuidado socavar el sistema electoral democrático. Después de todo, lleva casi cuatro años atentando contra todas las instituciones democráticas.
Si Trump pierde la reelección, el caos que puede generar encajaría perfectamente con su caótica presidencia. Y si gana, el daño que continúe infligiendo a esas instituciones democráticas y a la nación serán irreparables o tomará años revertirlos.
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