Tu sueño postergado para siempre nos conmueve. Al trasiego de estos días posteriores a tu muerte en esa frontera que es de todos y de nadie, se desdibuja un país entre la decepción y el desaliento. La mano que jaló del gatillo para destruir tu rostro lo confirma. Una voz, una orden, un eco del odio que recorre esta nación hacia el que viene han pisoteado tu ilusión y la de todos.
Claudia Patricia Gómez González: adorna un perfecto decasílabo tu nombre. A tus escasos 20 años, venías de tu eterna Guatemala para reecontrarte con tu propia aurora, que es siempre en el amor un horizonte. No había muro que lo detuviera. Como a todos, una razón más poderosa que el terruño te impulsó a trazar a tu manera el surco de tus propias huellas en ese viaje iniciático que lo prometía todo.
Pero el inefable cancerbero de la nada aguardaba solícito al acecho.
Ninguna alfombra nos recibe en este reino, es cierto. Acaso se nos abre un sendero pedregoso que a fuerza de andarlo una y otra vez —una y otra vez—se nos vuelve tan suave que sus eventuales espinas nos parecen, al final, pétalos de rosa. Pero nos curte el alma aun en su ceniza.
Estabas dispuesta a ello, por supuesto. A encarar con valentía los infortunios de vivir en este país que es ahora mismo una jaula llena de espejos rotos, y sortear con paso cauteloso los peligros, los rechazos, la ignominia de ser considerada una “amenaza”. Te habría indignado también la inmensa insensatez del neofascismo.
Querías formar una familia. ¿Qué mayor garantía la de un inmigrante que ofrendar la descendencia y llenar así el inmenso hueco generacional que hoy mismo existe? Olvidaba el color de nuestra piel, de nuestro origen, de nuestro idioma. Albo es su rostro, alba su imagen del mundo.
Querida Claudia: nos han arrancado de tajo la posibilidad de contar con tu presencia, con tu ímpetu juvenil, con tus ganas de vivir, de dar, de ayudar, de compartir tu cultura, tus conocimientos. Tenías, como dicta el lugar común, toda una vida por delante.
Te han devuelto a Guatemala. Tu familia entera sigue en pie repitiendo tu nombre y exigiendo justicia. Tu asesino, mientras tanto, sigue protegido y le dan palmadas de consuelo en la espalda por haber interrumpido una esperanza en formación.
Hay días que nos convierten en ausencias, en abismos. No en olvidos.