Si estableciéramos paralelos entre la numerosa presencia de personas que protestaron contra el racismo y el puñado de supremacistas blancos que convergieron cerca de la Casa Blanca en el primer aniversario de la manifestación de Charlottesville, Virginia, concluiríamos que hay esperanzas en las urnas. Fueron más, muchos más los manifestantes en pro de la unidad y el entendimiento que los promotores del prejuicio, la division y el odio.
La prensa informó que apenas dos docenas de supremacistas blancos acudieron al punto de encuentro cerca de la Casa Blanca que ocupa el prejuicioso y divisor presidente Trump, quien hace un año se rehusó a condenar a los responsables del incidente en Charlottesville, que cobró la vida de Heather Heyer cuando un neonazi embistió a manifestantes con su vehículo.
El sábado, mientras vacacionaba en Nueva Jersey, Trump tuiteó que condena “todo tipo de odio”, evitando una vez más señalar directamente a los supremacistas blancos que han salido de debajo de las piedras durante su presidencia. Trump, después de todo, se ha convertido en la voz de ese sector que se siente envalentonado y manifiesta su racismo y desdén hacia los demás, particularmente contra minorías e inmigrantes.
Durante la campaña presidencial de 2016 mucho se habló de que factores económicos eran los que motivaban al sector más radical de la base anglosajona de Trump. Pero el tiempo y las circunstancias han demostrado que no son factores económicos sino raciales y culturales los que mueven a ese sector. Mientras más se diversifica la nación, más crece su odio.
Y su mejor porrista es el propio presidente, que sigue conduciendo rallies que semejan más un preocupante culto a su persona y donde prevalecen los ataques, los insultos, la división y la incitación al odio, como cuando Trump declara que la prensa es “enemiga del pueblo”.
Trump y su cómplice Partido Republicano intentan normalizar el prejuicio y la división de su base, esa tercera parte del electorado que los ha encumbrado y que espera que su agenda de odio se concrete.
Y Trump no los ha defraudado en lo absoluto. Basta con ver solamente su agenda migratoria lograda sin la intervención del Congreso. No se trata de un ataque frontal a los indocumentados. Es un ataque a la inmigración en general, con o sin documentos. Comenzó por los indocumentados, al propinar un daño irreparable a niños que fueron separados de sus padres y que al sol de hoy todavía se desconoce si volverán a verlos. Pero el ataque se extiende a quienes buscan asilo, a quienes intentan reunirse con familiares mediante la inmigración basada en lazos familiares, con la que su esposa Melania, por cierto, pudo peticionar a sus padres que se naturalizaron la semana pasada. De los inmigrantes con documentos ahora tiene la mira puesta en los ciudadanos naturalizados. Y es muy probable que el próximo objetivo sea perseguir o hacerle la vida difícil a ciudadanos que considere una piedra en su zapato.
No hay que olvidar, por ejemplo, que hace unas semanas Trump entretuvo la idea de permitir que 11 ciudadanos estadounidenses fueran interrogados por Rusia en un falso caso de fraude emprendido por el gobierno del presidente ruso Vladimir Putin. El Departamento de Estado catalogó la idea de “absurda”, pero Trump lo consideró. Uno de esos 11 estadounidenses es el exembajador de Estados Unidos en Rusia durante la presidencia de Obama, Michael McFaul, quien ha sido crítico de Trump.
¿Serán sus opositores el próximo objetivo de Trump? Quisiera pensar que no llegaremos a eso. Pero en su gestión cualquier cosa es posible. Si bien es cierto que el domingo el mensaje de los nacionalistas blancos fue ahogado por los contramanifestantes, esos nacionalistas blancos tienen una enorme plataforma con la presidencia de Trump.
Lo importante es ahogar ese mensaje de odio en las urnas, comenzando en los comicios intermedios de noviembre para que al menos haya un balance en el Congreso que pueda frenar de algún modo la agenda de odio, división y prejuicio del presidente Trump.