Más allá del recuento diario de los hechos en que los migrantes indocumentados, obligados por las circunstancias, son protagonistas de su propia historia, su marcada presencia en las decisiones políticas que se toman en su contra o en su favor conlleva un profundo sentido de lo humano. Este empieza a vislumbrarse ya en la nueva identidad estadounidense que definirá la concepción futura del país.
Ya sea que exista la propuesta de un muro fronterizo para “detener” su paso, o la intimidación diaria proveniente de la retórica oficial, o de quienes los “descalifican” con insultos por su estatus migratorio, o bien de quienes luchan en su nombre en diversos frentes, su presencia en la praxis social de nuestro tiempo ha adquirido una fuerza histórica evidente e irrefutable.
Para quienes desde la trinchera del vituperio, el racismo o la xenofobia quisieran ver fuera a cientos de miles de inmigrantes sin documentos que han vivido aquí durante años, todo se reduce a una legalidad punitiva que, más que sancionarlos, tiende a verlos destruidos, derrotados, alejados de sus legítimas aspiraciones de superación y supervivencia como todo ser humano.
Para quienes desde el ámbito de la defensa de los derechos humanos ven en ellos ya a un grupo integrado totalmente a la sociedad estadounidense y contribuido a su riqueza económica, cultural y demográfica, la lucha por lograr su legalización y el respeto a su persona se ha convertido en la razón de ser de un Estados Unidos incluyente, diverso y pro inmigrante.
Y entre estos dos polos, el devenir de un país que parecía el más completo e integral de todas las naciones a lo largo de la historia humana aún se debate en función de un solo prejuicio: el miedo al “otro”.
En efecto, las múltiples categorías migratorias en que han sido convertidos los migrantes –beneficiarios de TPS, Dreamers, indocumentados, solicitantes de asilo, refugiados, etc.—dan cuenta de su propio dinamismo y de la energía que han inyectado en la clase política, de uno y de otro bandos, para obligarla a debatir, a legislar, a proponer, a mantener viva la esperanza de que, en el fondo, la parte buena de la condición humana aún puede prevalecer en esta y en futuras generaciones.
Así, es profundamente interesante ver cómo la nueva identidad estadounidense que se revela día a día va puliendo una nueva sociedad gracias a la presencia de estos inmigrantes, que por cierto ya no son invisibles, que han decidido hablar, contar sus historias, denunciar abusos incluso contra el presidente o protegerse en comunidad. Por ejemplo, no hace mucho, tras una redada masiva en Carolina del Norte, migrantes con documentos se organizaron para llevar a la escuela a los hijos de sus vecinos indocumentados, por temor a los operativos de ICE. Eso es comunidad.
En ese sentido, mientras los políticos deciden qué hacer en el ámbito legislativo, la realidad migratoria avanza conforme lo dictan los tiempos, con migrantes indocumentados sorteando ataques (incluso de otros migrantes disfrutando de una mejor posición), trabajando tan duro como siempre, educando a sus hijos, pagando impuestos, manteniendo a flote las economías locales y dinamizando la demografía en un país que envejece y se reproduce menos.
En fin, cuando todo se acomode a su cauce, cuando se derrumben prejuicios, cuando se conciba un nuevo país con todo lo que ya tiene ahora, valdrá la pena preguntarse en qué parte de este capítulo histórico se encontraba cada uno de nosotros, en un país donde el racismo no desapareció, pero donde nunca se dejó de luchar contra ello.