Más allá de los elogios típicos de un primer encuentro presidencial, lo que suele destacarse de un acercamiento de tal naturaleza es el simbolismo que emana de los respectivos discursos y de los mensajes entrelíneas que dejan asuntos pendientes, más que resultados concretos. Tanto Joe Biden, presidente de Estados Unidos, como Andrés Manuel López Obrador, mandatario mexicano, son políticos profesionales que, desde hace mucho tiempo, saben muy bien eso y conocen el terreno que están pisando.
Y ambos lo demostraron en su reciente entrevista virtual porque se conocen muy bien.
Si bien Biden y López Obrador hablaron también de cooperación para el desarrollo de ambas naciones, del Covid-19 y del cambio climático, fue el tema migratorio el que marcó la pauta más importante en este primer acercamiento bilateral.
Era el momento de hacerlo, no solo para simbólicamente erradicar los fantasmas del pasado reciente en que a los inmigrantes se les culpaba de todo durante una administración xenófoba y supremacista, sino con el fin de establecer el nuevo mapa de ruta para humanizar el valioso capital humano que representa este innegable segmento de la población estadounidense. Sobre todo en este preciso momento en que la crisis de salud pública por el coronavirus demanda brazos para combatir la pandemia.
En efecto, de los vituperios contra los migrantes mexicanos que emitió el anterior presidente de Estados Unidos, llamándolos “violadores”, “delincuentes” y “narcotraficantes”, a los agradecimientos de Biden hacia ellos por sus aportaciones al país, hay un salto enorme que augura una mejor vecindad con México, sin que ello signifique ceder en términos de soberanía en ambas partes. El fin del programa “Quédate en México”, por ejemplo, fue definitivo, y ahora vemos cómo poco a poco el ingreso a Estados Unidos de solicitantes de asilo se vuelve una realidad.
Pero sin cantar victoria antes de tiempo, por supuesto, ese solo viraje en el tratamiento de la cuestión migratoria tiene repercusión inmediata a ambos lados de la frontera, algo que definitivamente requerirá ajustes en el camino y sobre todo presión para que no se incumplan las promesas ni los planes.
Nada fácil, es cierto, pero al fin y al cabo distinto y esperanzador en el corto, mediano y largo plazos, sobre todo si se consolidan las suficientes políticas públicas que no dejen espacios nuevamente a la politiquería antiinmigrante que, por otra parte, ha probado ser contraproducente para quien la utiliza como un anacrónico y anquilosado recurso electoral.
Y es aquí donde ambos países, y particularmente estos dos mandatarios, tienen una tarea histórica cuestarriba al atacar la raíz del problema migratorio, ayudando conjuntamente a través quizá de la inversión y el financiamiento a mejorar las condiciones económicas y de empleo-ingreso en el sur de México y la región centroamericana, pues las políticas públicas sólo son paliativos locales para la solución de los muchos problemas que enfrentan los migrantes en su camino hacia el norte. Y cuyo origen no está en la migración misma, sino en el sistema económico que nos rige.
Es decir, debe quedar claro que el migrar es sólo una consecuencia.
Esto es, más allá de una controversia binacional, el fenómeno migratorio es un elemento que vincula necesariamente objetivos comunes en esta nueva era, y no discrepancias incluso raciales como en la anterior administración. Este momento, este nuevo impulso migratorio, también se debe aprovechar y no quedarse únicamente en el papel de los discursos y de los posteriores comunicados de prensa con fotografías a todo color. Es, por supuesto, tiempo de cumplir.
En fin, si alguien esperaba una confrontación entre Biden y López Obrador, se equivocó. Los dos son viejos lobos de la política, y encontraron en el migratorio el tema de distensión, de ‘semiacuerdos’, de objetivos comunes sin dejar nada en claro. Por otro lado, y sin olvidarlas aún, atrás quedaron las contrastantes palabras de AMLO elogiando a Trump durante su visita en 2020 a la Casa Blanca, a pesar de los muchos insultos y agravios que el expresidente estadounidense emitió contra los mexicanos.
En efecto, no hubo confrontación, a pesar de las muchas voces que usaban como “argumento de análisis” precisamente esa visita de López Obrador a la Casa Blanca el año pasado y el hecho de que el presidente de México no hubiese reconocido la victoria electoral de Biden en noviembre, sino a mediados de diciembre.
Los dos entienden que esta es una nueva era y hay que aprovecharla, que en este nuevo escenario político la diplomacia como opción volvió a funcionar para ambas naciones, que unas veces han sido “vecinos distantes” (de acuerdo con Alan Riding, antiguo corresponsal de The New York Times en México) y otras juegan al “oso y al puercoespín” (según Jeffrey Davidow, exembajador de Estados Unidos en México).
A López Obrador la diplomacia mexicana, mediante la Doctrina Estrada, le ha funcionado dos veces consecutivas, al tener ahora el récord de haberse reunido con dos presidentes de Estados Unidos en menos de un año, con dos agendas profundamente contradictorias. Así, al primero, como parte del mensaje entre líneas de todo encuentro presidencial, le dedica la frase atribuida a Porfirio Díaz, quien gobernó México por más de 30 años: “México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Para sonrisa de Biden, más condescendiente y a la vez perspicaz, López Obrador le envía la modificación de dicha frase: “México, tan cerca de Dios y no tan lejos de Estados Unidos”.
No cabe duda de que Biden y López Obrador conocen muy bien los senderos que se bifurcan en el mundo de la política. Pero aún les falta mostrar resultados verdaderamente concretos en inmigración.
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