De todas las egolatrías que han caracterizado el desempeño presidencial de quien por ahora ocupa la Casa Blanca, la necedad en la construcción de un muro fronterizo, como caballo de batalla desde su campaña, es la promesa que lo mantiene apenas con alfileres al poder.
Es tal la fragilidad del cumplimiento de dicha promesa, que se ha atrevido a crear la pantalla de una crisis en la frontera sur con el fin de sobrevivir políticamente un poco más, al menos entre su base y sus habilitadores, mientras mantiene cerrado parcialmente el gobierno federal, como un burdo chantaje de primer año de política para principiantes.
Pero el muro, como lo quiere y sueña su soberbia, no se va a construir, ni en tiempo, ni en forma, ni mucho menos en financiamiento.
Lo dicen los expertos, con los pies en la tierra, con conocimiento de sobra y con cálculos en la mano.
Y México, de hecho, no lo va a pagar. Él mismo ha modificado tal postura con el eufemismo de que la “barrera” (así prefiere llamarle ahora) “se pagará a sí misma” y a través del nuevo tratado comercial firmado con su país vecino, como lo dejó asentado en su insufrible discurso a la nación, perorata en la que nada nuevo dijo. Un tratado que, no hay que olvidar, falta ser ratificado por los Congresos de los tres países. “Pequeño” detalle.
Asirse a esta idea ha sido su mejor ardid para mantener altas las expectativas de quienes suelen dejarse manipular por el alarmismo, por el miedo al “Otro”, creyendo a pie juntillas en falsedades como la de los “miles de terroristas” que supuestamente habrían querido entrar por la frontera con México, cuando el hecho real es que solo han sido detectados seis, según datos oficiales. Y como esa muchas otras.
En fin, sabe que el mundo se le viene encima: sabe, por ejemplo, que el rompecabezas de la trama rusa se está completando; que distintos involucrados han empezado a hablar y otros lo seguirán haciendo; que en algún momento las circunstancias le obligarán a renunciar o a enfrentar un juicio político, y que su familia también pagará caro su atrevimiento de creerse estar por encima de la ley, como si se tratara de una monarquía.
La justicia es ciega, pero no tonta; la justicia tarda, pero siempre llega.
Como Ricardo III en 1485 en Bosworth, el presidente de Estados Unidos tiene una batalla final que librar. Pero mientras aquel monarca infructuosamente pedía, para salvarse, un caballo a cambio de su reino mientras el ejército enemigo se acercaba y sus propios hombres se alejaban ante el inminente peligro, el actual jefe de estado estadounidense parece hacer lo mismo pidiendo, también para salvarse, un muro propio del Medievo que solo quedará en una ilusión propia de alguien que no se ha enterado de que la soberbia, nos dice la Historia, es mala consejera.
Solo que en este caso no habrá un Shakespeare a la mano que se atreva a dramatizar sus infortunios y su delirio de grandeza; pero sí, acaso, un émulo de Chespirito que alcance apenas a humorizar los palos de ciego de su tristemente célebre gestión.