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Las huellas de una presidencia antiinmigrante

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Cada vez que el actual presidente de Estados Unidos se emociona y con vehemencia despotrica contra los inmigrantes, directa o sesgadamente, uno puede imaginar el nivel de frustración que debe experimentar cada mañana al ver que aún seguimos aquí. Así, como aquel extraordinario microrrelato del genial escritor guatemalteco Augusto Monterroso, titulado “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

No debe ser cosa fácil complacer a su base extremista y recalcitrante en relación con el tema migratorio. Las múltiples voces que le llegan de todas partes, entre asesores, “analistas” y Fox News, deben retumbar en su mente como timbal de percusionista, y sin realmente saber qué dirección tomar, sigue su propia, instintiva e inapropiada ruta.

Es una fórmula que ya todo el mundo conoce y que le ha impreso el sello distintivo a su presidencia, a su “estilo personal de gobernar”, teoría que ya explicaba el historiador mexicano Daniel Cosío Villegas para analizar el presidencialismo mexicano hacia los años 70 del siglo pasado. Es decir, esa película ya la vimos muchos inmigrantes.

Así, el pasatiempo favorito en que ha convertido sus ataques antiinmigrantes ha hecho de Trump un mandatario lleno de obviedades, y se ha enfocado en utilizar tanto esa retórica xenófoba, que ha sido fácil deducir que con ello ha querido encubrir algo —como sugiere el exdirectror de la CIA, John Brennan— que debe tenerlo tan empantanado personal y económicamente con los rusos, que insiste en continuar ese juego como “cortina de humo”, con la ayuda, claro está, de sus múltiples seguidores que encontraron en él la culminación de sus propios anhelos de “depuración demográfica” por color y por origen. Es decir, los ha utilizado para sus propios fines, aprovechando su verdadera esencia: el racismo.

Su nuevo frente de guerra contra las ciudades santuario lo confirma. Categorizando por igual a quienes viven ahí, Trump agarra parejo y tramposamente enmaraña su discurso para que parte de esa sociedad estadounidense aún xenófoba que lo sigue, le “compre” la idea de que todos somos “pandilleros, narcotraficantes, violadores y asesinos”. De tal modo que, en su mundo nebuloso y atomizado, no queda más remedio que desaparecernos del mapa estadounidense.

Pero la justicia, más temprano que tarde, siempre encuentra al perverso, al criminal, al asesino, al violador, al acosador, al que contrata estrellas porno, al delincuente electoral, al cómplice, al encubridor, así sea pandillero o presidente de un país.

En ese sentido, la denominada trama rusa que investiga el fiscal especial Robert Mueller es un buen ejemplo de cómo se va “deshojando la margarita” de uno de los asaltos políticos más controvertidos de la historia y, si las cosas no se descomponen en el camino, en algún momento veremos cómo se desnuda política y judicialmente a un presidente, así sea de la llamada nación más poderosa del mundo.

Es seguro que los inmigrantes sigamos aquí —con todo y la maquinaria de deportaciones de la Casa Blanca— cuando se aclare más el camino y las pesquisas conduzcan a la revelación de la verdad. Pero mientras tanto, cuán difícil es llamar presidente a quien ahora ocupa la Casa Blanca, cuando existen tantas huellas que va dejando todos los días, sobre todo contra los inmigrantes, que por sí solas deberían desacreditarlo ya de ostentar un puesto de tal responsabilidad.