Estos, en verdad, no son tiempos normales. Y en su anormalidad han ocurrido en este país infinidad de agravios a los más elementales estándares de la covivencia social, de la integración humana. Desde el acoso directo y público hacia los inmigrantes menos favorecidos, hasta la separación de familias en una frontera que se ha convertido ya en una cicatriz de la ignominia y en la que los menores migrantes han llevado la peor parte.
Quien no haya notado eso es porque seguramente ha vivido en una “realidad alterna”, a conveniencia, y que se ha imaginado interactuando permanentemente en una burbuja frágil creada por un líder de cartón-piedra que respalda la supremacía.
Y siguen ocurriendo cosas que sorprenden a propios y extraños, mientras vertiginosamente se cierra la brecha electoral, con escasas tres semanas para tratar de recomponer la maltrecha imagen de una nación ultrajada por el racismo y la xenofobia, otra vez en su historia, sin que el grueso de su ciudadanía intente al menos sacudirse de una vez por todas esa rémora que la ha definido social y antropológicamente hablando.
Vemos, por ejemplo, a un presidente que, como parte de su campaña de reelección, se autodeclara “inmune” al coronavirus, tras resultar positivo días atrás, tratando de proyectar una engañosa imagen que se acopla perfectamente bien al imaginario de la colectividad que lo sigue a ojos cerrados, que le da muestras de idolatría hasta el delirio, como si se tratara de un ser con superpoderes inimaginables; y que a diestra y siniestra lanza cubrebocas a sus seguidores que, paradójicamente, se reúnen para verlo sin respetar el distanciamiento social necesario, a fin de evitar contagios.
Presenciamos, atónitos, las audiencias de confirmación de la jueza Amy Coney Barrett para la Suprema Corte, en un momento en que el Senado no debería estar ocupado en eso y cuando el país entero debería estar totalmente enfocado en un hecho político de la mayor relevancia para cualquier democracia, como es la elección presidencial del 3 de noviembre.
Escuchamos, igualmente sorprendidos, cómo la misma jueza se rehúsa a contestar si es moralmente equivocado separar niños de sus padres para disuadir a otros inmigrantes de venir a Estados Unidos, como le cuestionó el senador Corey Booker en su momento.
Recibimos, perplejos, la noticia de que la Suprema Corte finalmente dio su brazo a torcer al impedir que el Censo continuara hasta fines de octubre, estableciendo como férrea fecha de cierre el jueves 15, poniendo en riesgo el conteo cabal de minorías e indocumentados, con el consecuente impacto en la distribución de distritos y recursos.
Leemos, con espanto, que nuevos y más severos brotes de COVID-19 se esperan durante este otoño, lo que reactiva y generaliza las preocupaciones entre la comunidad inmigrante latina, especialmente considerada como parte del segmento de trabajadores esenciales y que ha sufrido una considerable merma entre infectados y fallecidos, sin olvidar que el acceso a un seguro médico afecta especialmente a millones de indocumentados.
Nos enteramos, con preocupación, sobre la virtualmente oficial política que permite a los agentes de ICE arrestar y deportar de manera expedita a los migrantes indocumentados que han estado menos de dos años en Estados Unidos, sin derecho a una audiencia ante un juez, práctica que las autoridades migratorias ya probaron como efectiva hace un par de semanas con el arresto de más de 120 inmigrantes, la mayoría con antecedentes penales, según el reporte oficial.
También ha sido especialmente inquietante saber que miembros de ICE en Nueva York se están haciendo pasar como agentes de policía o integrantes de un escuadrón antinarcóticos para aterrorizar vecindarios latinos, con el fin de arrestar migrantes. Ante ello, el propio alcalde Bill De Blasio puntualizó que “ese tipo de actividades ponen en riesgo la disponibilidad de los inmigrantes para interactuar con la policía en asuntos cruciales relacionados con la seguridad pública”.
Y así, la lista de peligrosas rarezas se va ampliando conforme se acerca el día de la elección, sin olvidar el mensaje cifrado que el mandatario de Estados Unidos envió durante el primer debate presidencial a sus seguidores más violentos —a los que evitó condenar como parte de la supremacía blanca—, al decirles solamente que “se apartaran y esperaran”. O como el absurdo y anacrónico recurso electoral de equiparar al enemigo con el “comunismo” o con la “izquierda”, como si esos términos realmente tuvieran acomodo en un voluble sistema socioeconómico que se reproduce a sí mismo todos los días, incluyendo sus desigualdades y la brecha cada vez más grosera entre ricos y pobres, y donde todo se reduce a la ley de la oferta y la demanda.
Pero si algo define los contextos en los que se desarrolla toda sociedad es el hilo conductor que los recrea. De tal modo que si la mayor parte de la población ya se ha dado cuenta de la anomalía que representa el “trumpismo” para la dignificación y el avance de este país constituido en sistema, no será difícil recuperar la normalidad. De hecho, más de 11 millones de electores ya se adelantaron a emitir su voto en al menos 38 de los 50 estados del país, 7% de los cuales corresponde al voto latino, que según la Asociación Nacional de Funcionarios Latinos Elegidos y Designados (NALEO) le ha dado el 67% de respaldo a Joe Biden, frente al 24% en favor de Donald Trump. Pero no se trata solamente de recobrar esa normalidad que de algún modo se respiraba antes de la era que nos asfixia, sino una que vaya pavimentando la nueva ruta en la que todos sean incluidos, como lo marca la actual realidad demográfica y multicultural de esta nación, y en la que se cumplan necesariamente las promesas que se han hecho.
De otro modo, sería lamentable que se perdiera esta histórica oportunidad.
Para leer la versión en inglés de este artículo consulte aquí.