Al observar la conducta del presidente Donald J. Trump durante su encuentro con el dictador norcoreano Kim Jong-un, es imposible no notar su afinidad con este tipo de personajes, esos que encabezan regímenes brutales y autoritarios, independientemente de que en este caso estuviera intentando convencer a Kim de la total desnuclearización.
Es una tendencia que se arraiga cada vez más, sin que el grueso de esta sociedad logre aún notar que la normalización de este fenómeno puede llegar a engullir en su totalidad los valores en que descansa el experimento social que es y que ha sido Estados Unidos, mismo que pretendía consolidarse como la nación modelo a la que aspirasen parecerse las siguientes generaciones de seres humanos en el planeta.
La seducción del poder absoluto, sin embargo, no conoce fronteras, ni etapas históricas, ni mucho menos de leyes que limiten los comportamientos tendientes a la barbarie, como ha ocurrido en el pasado reciente en otras latitudes. Y aquí ya nos empieza a cubrir la sombra del autoritarismo.
Es precisamente la misma afinidad de Trump con el autoritarismo de personajes como el presidente ruso Vladimir Putin, un autócrata que hace desaparecer a periodistas y opositores.
Sin embargo, Trump maltrata a los tradicionales aliados de Estados Unidos: mientras se derretía en sonrisas y apretones de mano y casi abrazos al líder norcoreano, tildaba al Primer Ministro canadiense, Justin Trudeau, de “deshonesto” y “débil” porque no le parecieron sus declaraciones en torno a la guerra de aranceles contra países aliados iniciada por el mismo presidente de Estados Unidos.
Nada más inquitante y amenazante para el equilibrio mundial que un mandatario que prefiere estrechar lazos con regímenes contrapuestos a la democracia en la que se nos ha hecho creer como el mejor sistema hasta el momento.
Pero la inclinación de Trump hacia el autoritarismo no solo se manifiesta en su deslumbramiento ante dictadores cuya conducta quisiera emular en una versión lite, comenzando, por ejemplo, con declarar que los poderes del Ejecutivo son tan contundentes que incluso puede perdonarse a sí mismo. “El poder soy yo”, pareciera decir el actual mandatario estadounidense con su comportamiento y declaraciones.
En efecto, dime con qué dictador te reúnes y te dire quién eres.
Sus tendencias se evidencian en las políticas que defiende e implementa en materia migratoria y que ya son inocultables, como su insistente amenaza de levantar muros, así como perseguir y deportar indocumentados aunque no sean criminales, lleven décadas en Estados Unidos y su mano de obra sea vital en diversas industrias que sostienen nuestra economía.
Es una retórica antiinmigrante que sus seguidores creen y repiten a pie juntillas, y que puede derivar en una catástrofe social de negativas consecuencias si no se le detiene a tiempo. Pero tal parece que el diálogo poder-sociedad se ha enlodado con discursos xenófobos que no conocen más retórica que la de la exclusión.
Pero eso no es todo, pues su intención es a todas luces la de separar familias en la frontera, según su adminstración, para disuadir a otros indocumentados de querer cruzar la franja. A ello se suma su política de “cero tolerancia” a quienes vienen buscando asilo tras huir de una violencia sin cuartel en países vecinos. De hecho, se reporta que menores de meses de nacidos e infantes han sido arrebatados a sus padres como parte de su cruel política migratoria. El gobierno de Obama al menos mantenía unidas a las familias que detenían en la frontera. Pero Trump arrebata a los hijos de los padres y los trata cual si vinieran solos, incluyendo a bebés e infantes.
La semana pasada la separación familiar llevó a un inmigrante hondureño a suicidarse en un centro de detención, seguramente como último recurso para decirle al mundo lo que verdaderamente está ocurriendo en el que alguna vez se conoció como el faro de luz y de esperanza para los oprimidos del planeta. Ese refugio incluso simbólico está por diluirse.
Asimismo, el gobierno de Trump prevé establecer campamentos en bases militares para albergar a niños migrantes, aunado a que el Departamento de Justicia de Jeff Sessions ahora dice que huir de la violencia doméstica y de las pandillas no son necesariamente causales para conseguir asilo en Estados Unidos. De este modo, el actual Gabinete quedará marcado para siempre como aquel que traicionó ideales humanitarios en función de una simple y efímera permanencia en el poder.
Y su objetivo es también acosar a los inmigrantes de color, aun cuando cuenten con documentos en regla. De un plumazo Trump se apresta a convertir en indocumentados a inmigrantes amparados por el Estatus de Protección Temporal (TPS) de países centroamericanos, africanos y de Haití, entre otros.
Este presidente también canceló DACA en 2017 y entorpeció los esfuerzos para aprobar el Dream Act por la vía legislativa. Aunque el programa sigue vigente por órdenes judiciales, su gobierno se apresta, según reportes de prensa, a solicitarle a un tribunal federal de Texas que declare el programa DACA como ilegal, aliándose así con los estados que han demandado al propio gobierno para que no implemente el programa y poniendo en marcha una maquiavélica estrategia legal que busca darle una estocada final a DACA más temprano que tarde, dejando así vulnerables a la deportación a más de 700 mil beneficiarios que estudian, trabajan y contribuyen a este país de diversas formas.
El desperdicio de talento, preparación, energía y compromiso que está por llevar a cabo este gobierno bloqueando toda posibilidad de desarrollo a esta generación de jóvenes bilingües, biculturales y esforzados podría convertirse en su mayor condena histórica y en su decadencia moral cada vez más visible.
A esa persecusión de inmigrantes vulnerables hay que sumar sus constantes ataques a las agencias de la ley y el orden que Trump dice defender, su desdén por la prensa o por jueces que fallen en su contra; su defensa de la tortura y de la brutalidad policial, así como su defensa y tolerancia de neonazis durante manifestaciones el año pasado, con lo que demostró su nacionalismo malsano. Trump también atiza divisiones raciales, religiosas y políticas. Está rodeado de facilitadores que todo lo justifican y tiene un Congreso controlado por su Partido Republicano que se ha convertido en su sello de goma y cómplice por acción e inacción.
Es un cuadro aterrador que lo pinta de cuerpo entero.
Esto no quiere decir que, en efecto, nos encaminemos hacia un cambio de régimen, pero las tendencias de Trump no deben tomarse a la ligera porque van erosionando nuestras instituciones democráticas.
Muchos argumentan que la intolerancia nunca progresará en Estados Unidos precisamente porque sus instituciones democráticas son fuertes. Esos muchos, sin embargo, son los mismos que decían que Trump nunca ganaría la presidencia.
Por Maribel Hastings y David Torres