No cabe duda de que el simbolismo del odio antiinmigrante en Estados Unidos está adquiriendo formas cada vez más grotescas, que incluso remiten a un pasado por demás ignominioso del que parecía que la historia ya se había encargado de empolvar en viejos libros que solo servían de referencia.
Sin embargo, el más reciente episodio ha tenido como víctima al inmigrante de origen peruano naturalizado estadounidense, Mahud Villalaz, en Wisconsin, a quien un individuo con el que discutía en torno a un espacio para estacionar el auto le arrojó ácido en la cara. Esto, no sin antes gritarle que “regresara a su país”, pues había venido a “invadir” el suyo, de acuerdo con el recuento del propio afectado.
Cualquier similitud con la retórica antiinmigrante oficial ya no es mera coincidencia en estos tiempos.
Porque si se analiza bien, el hecho en sí mismo —captado por una cámara de vigilancia— representa la quintaesencia del rechazo hacia el Otro, el diferente, el de color, el que habla con acento, el que incomoda al statu quo de las actitudes supremacistas, el que ya no permite que lo pisoteen y reclama derechos. El que se defiende, pero al que se quiere desintegrar, desfigurar, desaparecer. Así, como se diluyen las cosas en un ácido letal.
De ese tamaño es el odio que ahora destilan los supremacistas en cada pensamiento en relación con el inmigrante, en cada acto público donde básicamente expresan odio o en cada defensa que hacen de quien les sirve de inspiración para eso y más desde la Casa Blanca.
Romper ese esquema ha representado años de desafío, de lucha, de organización de una comunidad por demás vilipendiada durante décadas, acusada erróneamente de ser la causa de los problemas del país autoproclamado “más poderoso del mundo”, pero que cuando se trata de asumir actitudes de víctima recurre a culpar a uno de los sectores más vulnerables que se va abriendo paso con esfuerzo, con trabajo, con educación y pagando impuestos: los inmigrantes. Sobre todo los inmigrantes latinos, sean o no documentados, como es el caso de Villalaz, quien es ya ciudadano estadounidense.
La fórmula siempre ha sido la misma, desde las deportaciones masivas de mexicanos en los años 30 del siglo pasado —incluso de ciudadanos estadounidenses de origen mexicano que no hablaban español—, hasta leyes como la ignominiosa y antiinmigrante Proposición 187 en California, que cumple este 8 de noviembre 25 años de haber sido aprobada, pero que por fortuna no se puso en práctica porque fue desafiada en cortes y posteriormente declarada anticonstitucional; o la matanza que dejó 22 víctimas fatales en El Paso, Texas, perpetrada por un supremacista a principios de agosto de este año, y cuyo objetivo era matar el mayor número de mexicanos; o el constante acoso a los hispanohablantes, como si ser bilingüe o políglota infligiera un daño a una nación por demás multicultural como lo es esta.
Los anteriores son solo algunos de los ejemplos que han tenido más repercusión mediática, al que se ha venido a sumar lamentablemente el de Villalaz, ataque tipificado ya como crimen de odio y por el que se ha acusado formalmente a un tal Clifton Blackwell, de 61 años.
Ya Darryl Morin, de la organización Forward Latino, había calificado de tal manera el hecho, según reportaron medios de prensa. En su opinión, “no veo cómo podría ser otra cosa, ya que este es triste y trágicamente un caso típico de odio”. Y añadió: “Me atrevo a decir que fue premeditado, porque nadie anda con una botella de ácido y pasa el rato en un barrio predominantemente latino con una botella de ácido sin motivo alguno”.
En efecto, con tristeza y preocupación se percibe que en lugar de disminuir, la ola del sentimiento antiinmigrante se fortalece conforme nos acercamos a un nuevo ciclo electoral en el que se definirá no solamente si la retórica incendiaria contra las minorías será la norma que regirá el discurso político de esta era o, por el contrario, terminará en el cesto de la basura como ha ocurrido en otras épocas.
Algún cambio, al menos, se ha visto reflejado más recientemente, por ejemplo, en elecciones como la de Virginia, donde campañas con terribles anuncios antiinmigrantes no tuvieron eco entre la mayoría de los votantes, que decidieron conscientemente desprenderse de políticos que seguían copiando el modelo presidencial de la xenofobia con la absurda esperanza de ganar.
En fin, las huellas del ataque en el rostro de Villalaz serán igualmente una metáfora del odio que se expresa a diestra y siniestra contra el inmigrante, documentado o sin documentos, algo que va más allá de lo migratorio y que ha dado paso, otra vez, al protagonismo de la xenofobia y del racismo que serán puestos a prueba en las urnas el próximo año, ejercicio que pondrá a prueba también no solo a un electorado por demás diverso, sino a una sociedad como la estadounidense que decidirá si prefiere una boleta electoral o una botella de ácido en la mano.
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