Si algo ha quedado claro en esta primera etapa del nuevo gobierno de Estados Unidos es que los inmigrantes hemos sido el evidente contrapeso de la insidiosa intención de “borrarnos del mapa”.
Unos podrían pensar que es exagerada la expresión, pero no se ha escuchado nada distinto desde el primer día de Donald Trump en el poder, ni a decir verdad desde aquel 16 de junio de 2015 cuando el magnate anunció su candidatura presidencial tras descender de la dorada escalerilla eléctrica de su torre en Nueva York.
De tal modo que una vez identificadas las partes en conflicto, no quedó más remedio que asumir una posición de defensa ante tan contundentes ataques como parte de una campaña de odio, otra vez, hacia las denominadas minorías, especialmente la hispana; las que, en realidad, dentro de poco dejarán de serlo.
Unos optamos por hacernos ciudadanos y enfrentar por la vía democrática este oscuro capítulo en la historia contemporánea de Estados Unidos. Y si bien no se logró el objetivo, al menos sí quedó reflejada en la práctica la solidificación del nuevo tejido social en el que voluntaria o involuntariamente nos ha tocado vivir –y confirmar– en estos primeros cien días del gobierno de Trump.
Tal vez también ahí radique el despertar de esa neosupremacía blanca, que tantos dolores de cabeza le ha dado a un Estados Unidos ahora más diverso y que había querido dejar atrás una historia de racismo desde la época de la lucha por los derechos civiles en el Siglo XX.
Lamentablemente nos hemos dado cuenta de que, además, la discriminación y la xenofobia seguían latentes, agazapadas a la espera de un nuevo resurgimiento.
Pero estos primeros cien días de Trump en la Casa Blanca no han venido sino a reafirmar que es en el compromiso social e histórico —no en el absurdo cotidiano en que ha caído el denominado “Sueño Americano”— donde radica la fuerza del nuevo país que nos ha correspondido forjar, independientemente de nuestro origen o nuestro color, y muy por encima de las ideologías, pero sobre todo por encima de la radical idea de eliminarnos de la demografía estadounidense.
Tras la denominada “Guerra de los cien días”, luego de su contundente y vergonzosa derrota en Waterloo, a Napoleón no le quedó más remedio que aceptar que su imperio había llegado a su fin. Los inmigrantes no somos ni de lejos los “enemigos” que Trump y sus aliados han querido ver, estereotipándonos a todos básicamente como “delincuentes”, pero por supuesto que el nuevo mandatario tampoco alcanza, aunque lo desee, “aires napoleónicos”.
De tal manera que, toda proporción guardada, a lo más que debería aspirar luego de cumplir sus primeros cien días entre la Casa Blanca y su casa en Florida es a un desprendimiento paulatino de su política antiinmigrante, o arriesgarse a enfrentar, más que un posible juicio político, un bien ganado ostracismo histórico que lo condene a él y a su linaje a un desprestigio total de generaciones.
Los inmigrantes, de cualquier modo, aún seguiremos aquí.