Entramos en la tercera semana del triste y peligroso espectáculo del presidente Donald Trump, quien insiste en no reconocer su derrota, enfrascándose en una especie de golpe de estado en cámara lenta y a plena luz del día, con el fin de revertir la decisión de los votantes de elegir al demócrata Joe Biden como su próximo mandatario.
No es precisamente una rabieta más de un ser mezquino y narcisista que nunca debió ser presidente, sino de un ente vengativo que no escatima ni escatimará esfuerzo alguno para infligir un daño mayor a la que parecía la democracia más estable de la historia, tan solo porque ha perdido. Es, literalmente, la crónica de un pendenciero que se creyó la fantasía de sus propios “supremacistas superpoderes” encaminados ahora a destruir a toda una nación porque le da la gana.
Hay, por cierto, tres elementos claros en este capítulo histórico. En primer lugar, que el pueblo estadounidense, no acostumbrado a este tipo de situaciones (al menos no internamente, aunque la mano negra de Estados Unidos en golpes de estado en otras naciones es hartamente conocida), parece no entender la gravedad del asunto, ni de cómo este zafarrancho de Trump debilita el proceso democrático sembrando la desconfianza de un amplio sector en el proceso electoral.
Y es tan ingenua o infantil la nula reacción social, que precisamente por eso asombra el hecho de que un mandatario como Trump no solo aun permanezca en el poder amenazando la estabilidad y la seguridad nacional, sino que intente por todos los medios, como cualquier mafia del orbe, de afianzarse a una Casa Blanca que ya le dio el aviso de desalojo desde el 3 de noviembre pasado.
Trump, de hecho, empezó la descomposición del sistema desde que Barack Obama ganó la elección en 2008, encabezando la campaña de sembrar dudas sobre la ciudadanía estadounidense del expresidente. Aseguró que sus “investigadores” darían con el certificado “real” de Obama, pero parece que quienes fueron a buscar el certificado son los mismos investigadores que presentarían las declaraciones de impuestos de Trump. Nunca aparecieron.
Es decir, terminó en nada, pero sembró la semilla de la teoría conspiratoria que ocho años más tarde lo catapultaría a la presidencia del país, igualmente regando falsedades sobre su rival demócrata Hillary Clinton. Y a pesar de dichas flagrantes mentiras, la candidata aceptó su derrota de inmediato respetando no solo los cánones que marca la tradición política estadounidense, sino acatando las reglas del honor que merecen las instituciones que han afianzado a esta democracia durante más de dos siglos.
Ya en la presidencia se le hizo más fácil sustentar su mandato en mentiras y falsedades, que tristemente cuentan con una audiencia significativa. Son 73 millones de estadounidenses los que, a pesar de todo, votaron por Trump.
Esto es suficiente razón para una introspección sobre qué nos ha pasado como país para que un significativo sector de la población apoye este culto a Trump, convirtiéndose en una secta ciega y, por ende, fiel.
El segundo elemento plasmado es la vergonzosa conducta de un Partido Republicano, cuyos líderes han claudicado en su responsabilidad de proteger la democracia, la integridad del proceso electoral y a sus ciudadanos.
Al anteponer sus intereses políticos a los intereses de la nación, estos individuos fomentaron las locuras de Trump y ahora vemos cómo ni siquiera el proceso de transición ha arrancado, en medio de una pandemia que ha matado a más de un cuarto de millón de personas en Estados Unidos. Los líderes republicanos, en ese sentido, son cómplices de Trump, situación que por sí misma pone en entredicho si el Partido Republicano seguirá siendo una verdadera opción político-electoral en los años por venir, pues mientras no se desprenda de la áspera piel que le ha cosido el trumpismo de pies a cabeza, será identificado como parte de quienes claudican y traicionan sus propios principios, valores y postulados.
Y el tercer elemento evidenciado es un sistema de Colegio Electoral anacrónico que tampoco previó la posibilidad del ascenso de una figura como Trump, pues no existen mecanismos legales para darle un hasta aquí.
En consecuencia, estos tres elementos anotados arriba hacen indicar que el golpe de estado que intenta perpetrar el gobierno de Donald Trump para permanecer en el poder, de hecho ha estado ocurriendo desde el principio de esa anomalía política llamada “trumpismo”. Ha sido un paulatino golpe de estado desde hace más de cuatro años, pues cuando el sistema democrático estadounidense permitió que un xenófobo, racista y supremacista participara en una elección presidencial, la primera fase de dicho golpe de estado empezó a tomar forma.
Y nadie lo notó porque, de acuerdo con las reglas, todos tienen el derecho a votar y a ser votados. Pero al hacer eso, es decir, al permitir que un supremacista fuese parte de un proceso democrático, el sistema mismo, sin darse cuenta, legitimó dicho golpe.
Lo único que queda es rogar por que el 20 de enero de 2021 a las 12 del mediodía llegue pronto para que el próximo presidente sea instalado en su cargo. Pero entre el 4 de noviembre y el 20 de enero, el presidente saliente tiene todo el tiempo del mundo para, como en el caso de Trump, infligir daño y debilitar las instituciones.
Cada ciclo electoral hay discusiones sobre la necesidad de reformar el sistema de Colegio Electoral o de simplemente eliminarlo, pero hay demasiados intereses creados. Porque sin duda, lo más simple es que quien gane la mayoría del voto popular resulte electo presidente, tal y como ocurre en las otras contiendas a través del país. Solo imaginemos: en 2016, Trump no hubiese triunfado, pues perdió el voto popular ante Clinton por unos tres millones de sufragios.
Y ahora en 2020 no estaríamos enfrascados en este lamentable espectáculo esperando que el perdedor del voto popular y del Colegio Electoral acepte la realidad. Es tan claro el signo de su derrota, que ofende el hecho de que Trump no esté a la altura del cargo, ni del momento histórico que vive el país.
En esta Semana de Acción de Gracias en medio de la pandemia, habría que dar gracias porque la democracia estadounidense parece que sobrevivirá a esta intentona de Trump de subvertir los resultados electorales. Pero habrá que hacerlo sin olvidar cómo las acciones de Trump han revelado la fragilidad de esta democracia.
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