Nos llegó armada con una dura retórica antiinmigrante.
Fue fabricada con una dosis excesiva de xenofobia, a la que se han agregado día a día gotitas de racismo inevitable. Estas, por supuesto, han sido mucho más peligrosas que cualquier otro detonante para destruir la historia de la lucha por los derechos civiles.
Le fueron añadiendo ataques constantes contra la prensa, azuzando a una masa acrítica perfectamente manipulable. Las mofas al papel de la mujer pensante han sido parte esencial de su envoltura.
El limbo en que se ha mantenido a miles de jóvenes Dreamers y sus familias es parte de una apabullante crueldad que asustaría al propio Maquiavelo y a Tzun-Tzu.
En su construcción también ha sido introducida la infaltable discriminación contra minorías, sobre todo las de color y las que hablan más de un idioma.
Los dardos contra antiguos y nuevos inmigrantes, sobre todo si vienen en caravana, también tienen un veneno que se ha convertido en amenaza de enviar tropas a la frontera para impedir su paso, aunque esté dentro de la ley solicitar asilo.
La separación de familias que precisamente piden asilo al llegar a la frontera sur ha venido a coronar una política migratoria como marca registrada. De tal modo que sellar la franja fronteriza con un muro es la argamasa con la que quieren unir todas sus piezas.
El artefacto tiene, por supuesto, el sello de la exclusión y de la supremacía. Sin fecha de caducidad.
Y en medio de todo eso, una historia de colusión electoral con Rusia que no termina de producir resultados y que mantiene en vilo la credibilidad de las instituciones de este país. Y de su futuro.
Con todos esos componentes, el tic-tac de esta ‘bomba de tiempo’ político-social en manos de la Casa Blanca sigue su marcha, sin que hasta el momento una posición ecuánime intervenga en su desmantelamiento.
Pero el temor no es a que “estalle”, sino a que a la postre nada, en absoluto, pase.
Y ese sí sería, irremediablemente, un daño mayor.