No es difícil imaginar la posibilidad de que un país como Estados Unidos, dados los actuales difíciles tiempos que le ha tocado vivir, deje alguna vez de ser una nación de destino para millones de inmigrantes. Pero, en ese caso, ¿qué ocurriría si el que abandona su país debido a la pobreza o la violencia decidiera tomar otra ruta migratoria en busca no solo de mejores oportunidades, sino sobre todo de un mejor trato?
Sí, de un trato verdaderamente humano y de respeto a sus aspiraciones de desarrollo, que han sido el único motor de todas las migraciones en la historia humana. En pocas palabras, como ya se ha hecho referencia en otras ocasiones en este espacio, la historia de la humanidad es la historia de las migraciones/la historia de las migraciones es la historia de la humanidad. No hay más. Y en medio de ese axioma, guerra, pobreza y hambre.
Por ello, las puertas que está cerrando el actual gobierno estadounidense en función de la paranoia de la seguridad, utilizando para ello una retórica antiinmigrante que bordea con el racismo, podrían estar produciendo una generación de próximos inmigrantes con una perspectiva distinta, más madura, del significado de emigrar. Es decir, una generación que ponga en la balanza los pros y los contras de llegar a un país que ya no es más de bienvenida, sino que incluso repele la ventaja de agregar a su riqueza demográfica el ímpetu y la imaginación de los desposeídos —los eternos “condenados de la tierra’, como los llamó Franz Fanon.
El inmigrante, ya se sabe, sacrifica todo en función de que los suyos mejoren su situación básicamente económica y, a partir de ahí, las que derivan lógicamente de un mejor ingreso, sobre todo salud y educación.
Lo escuchamos en las justificaciones que hacen de viva voz a la prensa quienes participan en los desplazamientos mundiales de naciones pobres hacia naciones ricas, como la caravana de inmigrantes centroamericanos que busca llegar a la frontera México-Estados Unidos para pedir asilo; o como los africanos que siguen arriesgando sus vidas para pasar a una Europa cada vez más hostil. Ejemplos sobran de ese sur que siempre mira al norte como tabla de salvación; de ese norte que mira al sur como una perenne “amenaza”.
Esa dicotomía ha regido los destinos de millones de personas, que han trazado rutas de escape que a su vez han seguido otros y otros más durante diversas décadas para “dejar de ser nadie” siendo “alguien” en una tierra ajena. Todo ello a costa de sacrificios incluso supremos que van a parar a las estadísticas de la tragedia humana, ya sea en el cruce de un desierto, de un océano embravecido o debajo de las ruedas de un tren como “La Bestia”.
El destino del país que fue Estados Unidos parece configurarse, el tufo a fascismo emerge de entre sus entrañas y la herencia como nación de inmigrantes peligra a pasos agigantados conforme pasan los días.
Son estos factores los que en algún momento podrían diseñar el nuevo sendero de los inmigrantes, uno que los conduzca, a pesar de todo, hacia una zona del mundo en la que aún exista la posibilidad de seguir ejerciendo el derecho a la esperanza, esa esperanza que el Estados Unidos de hoy está dejando escapar entre los dedos, traicionando de ese modo la humildad de su origen inmigrante.