Si algo ha aprendido el mundo en este momento sobre el Estados Unidos que le ha tocado ver es que sus no pocas contradicciones son siempre rebasadas por la mayor de ellas: el aspecto racial, esencia de la guerra abierta contra los inmigrantes de color que se libra desde la actual Casa Blanca. Inocultablemente.
Es como el hilo conductor que rige todas sus actividades, incluso más allá del poder del dinero, de sus avances tecnológicos, de su portentosa literatura, de su legendaria música, de su influencia cinematográfica, de su solidaridad en situaciones de crisis en otras latitudes o de su Constitución. Porque la supremacía que se creía rebasada, sobre todo después de la lucha por los derechos civiles en el siglo pasado, no era un mito, sino una realidad que ahora salta de nuevo de las páginas de la historia a las calles de esta nación y, sobre todo, a la retórica presidencial.
Porque ahora, según Donald Trump, los inmigrantes “infestan” al país. Esa fue la obscena ramificación verbal con la que el presidente coronó su fastidio contra las familias inmigrantes, en el contexto de la crisis de solicitantes de asilo provenientes de Centroamérica, a las que arrancó hijos de los brazos de sus padres para enviarlos a centros de detención y colocarlos en jaulas de alambre, una escena dantesca que dio la vuelta al mundo durante varias semanas, configurando así el nuevo rostro de una nación que ya no es más de bienvenida.
En efecto, atacar la integridad emocional de los más vulnerables ha sido siempre el mejor recurso de las hegemonías. Y en el caso de los niños, se ha convertido a lo largo de la historia humana en una estrategia infame para doblegar a cualquiera. Y el hecho de que la presión nacional e internacional haya obligado al gobierno a dar marcha atrás a la separación de familias en la frontera, no es condición sine qua non para que de golpe y porrazo se borre el daño psicológico ya infligido a los menores, ni mucho menos que el racismo que se transpira en la Casa Blanca se haya diluido, ese racismo que se niega a aceptar las múltiples contribuciones que los actuales inmigrantes han hecho a esta nación para engrandecerla.
Ni estudios, ni encuestas, ni reportes oficiales que confirman lo anterior harán cambiar la obtusa escala de valores de quienes miden el “mérito” con base en el color de la piel.
Es seguro que la retórica antiinmigrante tienda a escalar, y que los próximos ataques incluso sean comparables a la ignominia de este capítulo en que los menores inmigrantes fueron las víctimas, pues afianzada como está por el actual grupo en el poder, dicha supremacía llegó, al parecer, para quedarse por más tiempo del que se pensaba.
Sí, otra vez y para desgracia de quienes como inmigrantes de color habían enfocado todos sus esfuerzos en echar raíces en el otrora considerado “faro de esperanza” de los desposeídos que hoy se extingue ante sus propios ojos.
Pero la historia no olvida ni perdona. Y mientras tengamos memoria, esta época será recordada como una de las peores de nuestras vidas si no se detiene esta locura a tiempo.