Maribel Hastings y David Torres
Los desastres tienen la mala costumbre de exponer a la vista de todos los múltiples problemas que muchos sabemos que existen, pero que otros, por conveniencia política y económica, prefieren seguir barriendo debajo de la alfombra. Es una costumbre típica no solamente de las sociedades que lo tienen todo, sino incluso de las que aun en sus carencias quisieran no tomar en cuenta las posibles soluciones, sino su perpetuación para seguir teniendo algo de qué hablar en sus discursos oficiales para supuestamente “erradicar” dichas anomalías.
En Puerto Rico, por ejemplo, el huracán “María” desnudó la realidad de los muchos Puerto Ricos que existen, particularmente la de los privilegiados a quienes nada los toca y la pobreza que arropa a una enorme parte de la población, especialmente al interior de la isla. El huracán arrasó y dejó al desnudo la desigualdad social y económica que al sol de hoy sigue afectando a su población.
No menos evidentes son los casos de diversos países de América Latina, donde la pandemia ha venido a exacerbar profundas inequidades, empezando por el sector de la salud, cuyas carencias hacen peligrar la atención requerida en caso de que la curva de contagios siga expandiéndose y no haya suficientes camas de hospital ni equipo médico para atender a los infectados. Las escenas de cadáveres en las calles de Ecuador nos recuerdan que el COVID-19 es una realidad que nos atañe a todos enfrentar.
Y a nivel mundial, pero sobre todo en Estados Unidos, autoproclamado faro de la democracia y las oportunidades, el coronavirus ha expuesto las enormes brechas que existen entre las diversas clases sociales, los diferentes grupos étnicos y los estatus migratorios que conforman esta nación.
Así, los reportes de que en ciertas zonas del país la mayor parte de los contagios y muertes afectan a minorías como los hispanos y los afroamericanos no debe sorprender a nadie, toda vez que son grupos con menos acceso a seguro médico y plagados de padecimientos preexistentes, como obesidad, diabetes o asma, que complican cualquier cuadro médico, no solo por COVID-19 sino por cualquier otra enfermedad. Lo mismo puede decirse de un amplio sector de anglosajones de escasos recursos económicos que ejemplifican, por su parte, las abismales desigualdades económicas entre los pocos que tienen demasiado y los muchos que se pelean por migajas.
Comparar lo anterior con imágenes que no hace mucho nos llegaban del exterior de países donde la escasez de productos de primera necesidad en supermercados literalmente vacíos era la norma, por mencionar un solo ejemplo, nos obliga a cuestionar no un sistema u otro, sino la inmoralidad en que incurren los modelos económicos que no han hecho otra cosa más que proteger a toda costa el capital que ha estado permanentemente en unas cuantas manos, sin importar mucho la forma en que se reinventan cada día esos sectores sociales no privilegiados para no desfallecer en su intento por seguir de pie en naciones desiguales y crueles, incluyendo, como vemos ahora, a esta.
Y si de desigualdades se trata, cómo pasar por alto las desigualdades migratorias. Miles de inmigrantes sin estatus migratorio o con estatus temporales llevan a cabo labores esenciales en el rubro de la salud. Se desempeñan en enfermería, son doctores, técnicos, personal de emergencias médicas, paramédicos o cuidadores. Por ejemplo, los Dreamers conforman un grupo importante en este sector, donde unos 27,000 están ahora mismo en el frente de esta ardua batalla médica, con el riesgo de contagiarse y sin la garantía de que después de que todo esto termine su situación migratoria se arregle. Lamentablemente, sobre sus cabezas pende la decisión final sobre el programa DACA por parte de la Suprema Corte de Justicia, agravando de este modo la ansiedad de miles de jóvenes y sus familias que han demostrado plenamente su utilidad social en el complejo engranaje de Estados Unidos.
Ni qué decir de la tantas veces expuesta inmoralidad y cuasi esclavitud en que la nación más poderosa del planeta tiene a sus trabajadores agrícolas, un sector esencial que hace décadas debió legalizarse y concedérseles condiciones laborales dignas sobre el duro trabajo que realizan, bajo temperaturas infernales, cumpliendo horarios infames, con sueldos de miseria, expuestos a productos químicos dañinos y ahora nada menos que al coronavirus, y sin la posibilidad de tener acceso a la atención médica, dado que la gran mayoría carece de documentos legales. En efecto, el maltrato a los trabajadores agrícolas es una mancha indeleble en la historia de este país, del Congreso y de la Casa Blanca de esta y previas administraciones.
¿Pero saben qué es lo que peor? Que del mismo modo que los desastres desnudan las desigualdades y las injusticias, cuando estos terminan, la gente se reacomoda en su rutina y, como antes, vuelve a hacerse de la vista larga. La politiquería vuelve a reinar, la indignación va dando paso a la complacencia. Quizá haya un resquicio de esperanza en aquellos a quienes la indignación por las diferencias torne en agentes de cambio. Poco a poco, hasta que el próximo desastre nos vuelva a tocar.
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