WASHINGTON, DC – La semana pasada Univision reportó la historia de un joven DREAMer salvadoreño de Wheaton, Maryland, quien devolvió 2,000 dólares que el Bank of America le entregó de más cuando retiró dinero de la institución bancaria para comprar un auto.
El joven narró que cuando contó el dinero para pagar por el auto se percató del error y de inmediato contactó al banco para regresarles el dinero.
“De esta manera quiero demostrar que no todos los latinos somos criminales ni violadores”, declaró Christian Girón al noticiero.
Como la pieza apunta, Christian vive en el mismo condado de Maryland, Montgomery, donde dos jóvenes indocumentados son acusados de violar a una jovencita en el baño de una escuela secundaria.
Y en los pasados días han proliferado las historias de los horrendos delitos cometidos en diferentes partes del país por pandilleros de la Mara Salvatrucha (MS-13). Destaca la de un pandillero indocumentado que violó en Nueva York a una niña de apenas dos años de edad, hija de su novia. El delincuente apuñaló a su novia y también a otra mujer. Este elemento habría sido deportado en cuatro ocasiones.
Los contrastes entre Girón y el pandillero, ambos salvadoreños, son los contrastes de cualquier comunidad y grupo étnico en cualquier parte del mundo. Siempre hay ángeles y hay demonios.
Nadie defiende criminales. No se defiende lo indefendible.
Pero es muy sencillo echar a todos los indocumentados en un mismo saco y tildarlos a todos de criminales y violadores aunque la realidad sea otra.
La inmensa mayoría de los indocumentados son personas trabajadoras que buscan un mejor porvenir para ellos y sus familias. Tienen dos y tres trabajos para empatar la pelea y proveer a sus familias; contribuyen a la economía con su mano de obra, el pago de impuestos de todo tipo y aportes a programas como el Seguro Social, aunque nunca reciban los beneficios por carecer de documentos. Pizcan alimentos, los sirven y los cocinan; cuidan a los hijos y los ancianos de otros; limpian casas, oficinas y hoteles; construyen casas y edificios, son jardineros, estudiantes y profesionales en diversos ámbitos. Son parte activa en sus comunidades, hacen trabajo voluntario, son buenos vecinos, se involucran en la educación y actividades extracurriculares de sus hijos, que muchas veces son ciudadanos estadounidenses. Se convierten en una parte tan intrínseca de la fibra de sus comunidades, que cuando son detenidos por autoridades migratorias para ser deportados, comunidades enteras se han volcado para pedir su liberación, incluso comunidades que votaron por el presidente Donald J. Trump, que tilda a todos los inmigrantes de criminales.
Y si usted habla con algunos de ellos se dará cuenta de que son los primeros en condenar a los delincuentes, precisamente porque también han sido o pueden ser víctimas de estos criminales.
De ahí que en las llamadas ciudades santuario las autoridades dependan de mantener la confianza de esos indocumentados para que reporten cuando son víctimas o testigos de delitos. Las ciudades santuario no nos hacen menos seguros, sino todo lo contrario.
Cuando un indocumentado comete un delito se esparce el temor de que ahora pagarán justos por pecadores, aunque diversos reportes, como el del American Immigration Council, han concluido, los inmigrantes cometen menos delitos que los nacidos en Estados Unidos.
Pero en medio de la atmósfera cargada y xenófoba que vivimos, en gran parte gracias a la narrativa de nuestro Comandante en Jefe y de sus subalternos, es fácil olvidar que en todas las comunidades hay ángeles y demonios.
Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice