El inicio de la pesquisa sobre el potencial residenciamiento de Donald Trump por el Ucraniagate fue un paso inevitable para el liderazgo demócrata de la Cámara Baja. De hecho, el delito es tan evidente que hasta el propio Trump lo reconoció, quizá pensando que, como siempre, saldrá bien librado, pues como él mismo dijo en 2016, puede dispararle a alguien en la Quinta Avenida y no perderá votos.
Los demócratas no tenían otra opción. Un presidente estadounidense le solicitó a una nación extranjera ayuda para buscar información comprometedora de un rival político, Joe Biden, que despunta como uno de los favoritos para obtener la nominación presidencial demócrata en 2020. Más aún, Trump habría condicionado la ayuda exterior a Ucrania si el presidente de esa nación le hacía el “favor” de encontrar lodo sobre Biden. Y peor todavía, la Casa Blanca trató de encubrir el incidente revelado por un denunciante funcionario de inteligencia, con base en lo que externaron otros funcionarios con conocimiento de primera mano sobre la polémica llamada entre Trump y su homólogo ucraniano.
En otras palabras, Trump, abusando de su poder, solicitó la injerencia de una nación extranjera para influir, a su favor, las elecciones presidenciales de 2020. Irónicamente, fue la injerencia de otra nación extranjera, Rusia, a favor de Trump en las elecciones de 2016 la que el presidente sigue negando, incluso a pesar de que el informe del fiscal especial Robert Mueller lo confirma, así como todas las agencias de inteligencia del país. El colmo del descaro es que la llamada de Trump con el presidente ucraniano fue un día después del testimonio de Mueller ante el Congreso, donde el exdirector del FBI confirmó que Rusia intervino en la elección de 2016 a favor de Trump.
Al final, el Rusiagate, a pesar de la clara obstrucción de justicia por parte de Trump, no desencadenó ni en la presentación de cargos en su contra, ni en un juicio de destitución. De manera que el presidente parece haber pensado que si se salió con la suya con los rusos, involucrar a Ucrania en la elección 2020 era peccata minuta.
Debo confesar que ando escasa de esperanza por estos días. Aunque la Cámara Baja dé luz verde al proceso de destitución de Trump y se presenten cargos, no sé si Senado de mayoría republicana, donde se conduciría el juicio, se comportará a la altura de las circunstancias. Tampoco sé si algunos republicanos recuperarán las agallas y cerrarán filas con los demócratas y por primera vez antepondrán el país a los designios de un presidente que ha corrompido las instituciones democráticas de la nación y que supone una verdadera amenaza a la seguridad nacional. Hasta ahora los republicanos del Congreso se han comportado como títeres de Trump, independientemente de la conducta impropia o ilegal de este presidente. Es asqueante ver cómo lo defienden aun ante pruebas contundentes, como en el caso del senador republicano de Carolina del Sur, Lindsey Graham, quien actúa como si Trump le supiera algo tan grave que lo tiene bailando al son que le toque.
Para Graham y sus pares republicanos no han importado ni los alegatos de asalto sexual en contra de Trump, ni el Rusiagate, ni las políticas migratorias inmorales de esta administración, ni su ataque frontal a las leyes de asilo, ni su racismo y defensa de supremacistas blancos, ni su afinidad con brutales dictadores en detrimento de tradicionales aliados. Nada importa, incluso si Trump haya intentado obtener ayuda política extranjera para influir la elección de 2020.
Si la corrupción de Trump es como un barril sin fondo, la cobardía republicana para enfrentarlo tampoco tiene límites.
Desconozco además cómo los votantes reaccionarán al proceso, si como dice un bando, lo apoyarán; o si, como dice el otro, aislará a ciertos electores moderados. A lo largo del fin de semana algunos sondeos apuntaban a que hay un creciente apoyo de los estadounidenses hacia la pesquisa del potencial impeachment.
Realmente no sé qué más pruebas necesita la gente sobre la corrupción de este presidente.
Pero independientemente de la pesquisa y de sus consecuencias será la elección de 2020 la que determine si, en efecto, a Trump le llegó su hora, o si al ser reelecto confirme que en Estados Unidos ya nada importa, incluso la reelección de un fraude como Trump.