Sin ánimo de ofender al gran Chespirito, al colocarlo en la misma oración que a Donald Trump, fuimos varios los que no pudimos evitar pensar en el querido personaje del Chapulín Colorado, cuando el bocazas aspirante a la nominación presidencial republicana explicó cuál sería su brillante plan migratorio para lidiar con los 11 millones de indocumentados que viven en Estados Unidos.
Como si se tratara de un puñado de personas, Trump dijo que hay que removerlos, es decir, deportarlos, y luego establecer un sistema de reingreso “expedito” pero sólo para “los buenos”.
Remover 11 millones de almas de Estados Unidos supondría desplazar aproximadamente las poblaciones de Ohio y Georgia, o de países como Cuba, República Dominicana, Grecia o Bolivia.
Diversos cálculos, como el del Center for American Progress en 2010, colocan el costo en 285,000 millones de dólares. Un estudio del conservador American Action Forum concluye que deportar a 11 millones tomaría unos 20 años y costaría entre 400,000 y 600,000 millones de dólares.
Sería una pesadilla burocrática y logística con enormes ramificaciones económicas y humanitarias. Como han probado las leyes antiinimigrantes en estados como Arizona y Alabama, una cosa es proponer un absurdo y otra es tratar de implementarlo.
Estuve en Alabama en medio de la crisis que generó la antiinmigrante HB 56. Los políticos no terminan de entender que los indocumentados no son seres abstractos que operan en un vacío. Son parte de familias de estatus migratorio mixto, tienen hijos ciudadanos; son mano de obra importante de diversas industrias que mantienen este país a flote; son parte integral de sus comunidades. En su mayor parte tienen una década o más de vivir aquí.
La HB 56 provocó que familias enteras se encerraran en sus hogares u optaran por salir del estado. Sufrieron sus hijos ciudadanos y pagaron el precio las industrias que los empleaban, como la agrícola, y las localidades que perdieron a sus consumidores. Es el mismo patrón de pueblos y localidades a través del país que perdieron su población tras redadas migratorias, como fue el caso de Postville, Iowa, por nombrar uno.
Y ni hablemos del efecto humanitario de una premisa como la de Trump. Sería como acorralarlos y revivir etapas oscuras de nuestra historia. En 1929, en medio de la Gran Depresión, el presidente Herbert Hoover autorizó el programa de repatriación indiscriminada de mexicanos y mexicoamericanos. La llamada “década de traición” supuso la remoción de más de un millón de mexicanos y mexicoamericanos argumentando que su salida le ahorraría dinero a las ciudades en medio de la crisis económica. Se calcula que 60% de los deportados eran ciudadanos estadounidenses.
Lo peor del caso es que la propuesta de Trump fue planteada en los debates migratorios de mediados de los 2000 en el Congreso. Entonces el senador republicano de Texas, Jon Cornyn, propuso que para legalizar su estatus todos los indocumentados retornaran a sus países de origen y desde allá iniciaran su proceso de legalización. Ni la propuesta ni la reforma progresaron.
Y aunque la idea de Trump es absurda desde muchos puntos de vista, en la víspera del primer debate republicano esta semana en Cleveland, Ohio, vuelve a colocar sobre la mesa el tema que los precandidatos republicanos han evadido con generalidades: qué hacer con los 11 millones de indocumentados.
Desconozco qué ocurrirá en ese primer encuentro y cómo la presencia de Trump, el favorito, según las encuestas, alterará la dinámica del debate. Pero sea en este debate o en las semanas que siguen, algo tendrán que decir los otros. Trump puso el dedo sobre la llaga. Si no coinciden con la propuesta de Trump, los otros precandidatos corren el riesgo de incomodar a la base ultraconservadora que sueña con deportaciones masivas. Si coinciden con él o guardan silencio, ahuyentan a otros sectores electorales que requieren para ganar la elección general. Los coloca en una gran disyuntiva.
No contaban con su astucia.
Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice.