Cualquiera sea su punto de vista sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, un derecho finalmente avalado por el máximo tribunal del país el pasado viernes, el fallo evidenció la incomodidad de un Partido Republicano que no ha evolucionado a la par de los cambios sociales y demográficos que se han estado suscitando en nuestra nación a pasos acelerados.
El nutrido bando de aspirantes a la nominación presidencial republicana se dividió nuevamente entre los ultraconservadores que condenaron la decisión e incluso hablaron de enmiendas constitucionales para que los estados puedan revertir el fallo, tal y como lo propuso uno de esos aspirantes, el gobernador de Wisconsin, Scott Walker. Por su parte, el ex gobernador de Florida, Jeb Bush, sigue adelante con su estrategia de “perder” las primarias para “ganar” la general, es decir, mantener ―hasta ahora y en algunos asuntos―, posturas moderadas que quizá lo lastimen en las primarias y asambleas populares de algunos estados; pero, si gana la nominación, puede competir efectivamente en una elección general. Trató de nadar entre dos aguas reiterando su apoyo al concepto tradicional de matrimonio entre un hombre y una mujer, pero agregando que en un país tan diverso como Estados Unidos deben respetarse los puntos de vista de otros aunque no se compartan.
El Partido Republicano no sólo está enfrentado con los cambios sociales y demográficos del país, sino que libra una batalla interna generacional e ideológica. Por ejemplo, según el Pew Research Center, un 60% de los republicanos jóvenes apoya los matrimonios del mismo sexo.
Pero no se trata únicamente del fallo del Supremo. En los pasados meses y semanas se han suscitado instancias que evidencian esa lucha interna y externa que libran los republicanos. Tras el asesinato de nueve personas en una iglesia afroamericana de Charleston, Carolina del Sur, a manos de un anglosajón, se ha retomado una vieja guerra por la bandera Confederada que para un sector representa el símbolo del Sur en la Guerra Civil, y para otro sigue representando un símbolo de racismo del que se han apoderado grupos que promueven el odio y la violencia contra las minorías étnicas. (No pasemos por alto que los estados confederados querían mantener la esclavitud y luego se opusieron a la lucha por los derechos civiles, pero me desvío.) No fue hasta que la gobernadora republicana del estado, Nikki Haley, pidió que se remueva la bandera Confederada del Capitolio estatal, que algunos de los precandidatos republicanos dieron un paso al frente para apoyar el llamado.
Y sin lugar a dudas, una de las más claras muestras de la intolerancia, el prejuicio y la resistencia a los cambios demográficos que reina en un sector del Partido Republicano han sido las desafortunadas declaraciones del aspirante a la nominación republicana, Donald Trump, catalogando a los inmigrantes mexicanos de violadores y criminales, ataque realmente dirigido a los latinos en general.
Lo que es peor es el silencio ensordecedor del resto de los aspirantes a la nominación presidencial republicana ante los insultos de Trump. ¿Qué han dicho Jeb Bush, casado con una inmigrante mexicana naturalizada? ¿O Marco Rubio, hijo de inmigrantes cubanos? De Ted Cruz ni pregunto.
El papelón de Trump ha tenido secuelas. La cadena Univisión anunció que no transmitirá los concursos de Miss USA y Miss Universo cuya franquicia está en manos de Trump. Figuras hispanas del mundo del entretenimiento han condenado las declaraciones y una coalición de organizaciones latinas agrupadas en la Agenda Nacional de Liderazgo Hispana (NHLA) le ha solicitado a NBC Universal, propietario de Telemundo, que también rompa sus lazos con Trump.
Pero lo ocurrido con Trump es síntoma de un problema mayor. Trump refleja las posturas de un sector ultraconservador, recalcitrante y prejuicioso a quien el Partido Republicano le ha permitido que lo defina y que controle su agenda tal y como lo ha hecho para bloquear una reforma migratoria a pesar de contar con el apoyo de la mayoría de los estadounidenses. Ese sector se porta como un bully que impide que el Grand Old Party se acomode a los cambios sociales y demográficos, y quienes son sus cómplices por su silencio siguen contribuyendo a que su partido siga encaminado a ser una reliquia política.
Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice