El presidente Donald J. Trump, quien durante los pasados tres años y medio nos ha querido hacer creer que no dijo lo que dijo o que no ha hecho lo que ha hecho, se dedicó esta semana de renominación a la presidencia a tratar de convencernos de que no es quien es.
Es una película de sí mismo ya tan gastada, que cualquier forma de justificar sus preferencias supremacistas suena y tiene un sabor a hipocresía, y se convierte en un insulto nacional cuando lo transporta a una plataforma política como la Convención Nacional Republicana, que no ha sido otra cosa que un retorcido acto de magia precisamente para tratar de sanear la imagen de Trump y revenderlo a los votantes.
El mago mayor, Trump, adorador de dictadores, el rey de la división, la política bajuna, el mentiroso, xenófobo, sexista, clasista, prejuicioso y antiinmigrante, quiso pintarse como un estadista magnánimo, incluyente, preocupado por los trabajadores, por las minorías, por los inmigrantes, por las mujeres, por la nación. En efecto: pero por una nación de un solo color que ha querido “restaurar” a través de su retórica antiinmigrante y específicamente antilatina, como para “purificar” esta tierra en la que le incomoda incluso la presencia de ciudadanos provenientes de, como él mismo los calificó, “países mierderos”, pero de los que ha hecho uso, aun siendo indocumentados, para mantener sus empresas y emporios.
Pero hay que haber vivido bajo una piedra durante estos pasados años para dar credibilidad al teatro que ha sido la Convención Nacional Republicana, donde afroamericanos, latinos e inmigrantes fueron utilizados para llevar un falso mensaje de “inclusión” a aquel sector de votantes indecisos para que dé a este presidente un segundo periodo en la Casa Blanca.
Nada de lo presentado coincide con la dura realidad de las políticas públicas de la administración Trump en diversos rubros, como la inmigración, y mucho menos refleja el historial de este presidente, o del ciudadano Trump previamente, en su trato discriminatorio hacia inmigrantes, minorías étnicas y mujeres. Sus aduladores, por supuesto, seguirán insistiendo en que la “pureza” con que el mandatario blande su mano para gobernar sin ser político sigue por el camino “correcto” de un Estados Unidos que ya no existe, pero que quieren regresar a fuerza de retórica y de engaño, obviando la innegable presencia, influencia y aportaciones de millones de miembros de minorías.
La escena de la naturalización de los cinco inmigrantes en la Casa Blanca es uno de los más claros ejemplos. Esta administración ha hecho lo indecible para limitar la inmigración documentada y para entorpecer el proceso de naturalización y desaparecer el proceso de asilo. Pero ahí estaba un sonriente Trump dando la bienvenida con una falsa sonrisa a estos nuevos ciudadanos, algunos de los cuales, según el Wall Street Journal, no sabían que participarían de la Convención. Y ni entremos en el tema de quién los naturalizó: Chad Wolf, el secretario interino de Seguridad Nacional (DHS) que según la Oficina General de Contraloría (GAO), está en su puesto de manera irregular y ha firmado documentos oficiales y presidido ceremonias a nombre del gobierno sin que hasta el momento haya habido consecuencias judiciales.
Y mientras Kenosha, Wisconsin, arde en manifestaciones tras el incidente en que el afroamericano Jacob Blake fue baleado por la espalda por un policía dejándolo parapléjico, Trump y sus voceros ignoraron el problema de fondo, optando por invitar a oradores afroamericanos, como si contar con su presencia resolviera el problema de las tensiones raciales en este país y del racismo sistemático en las agencias policiales.
Y por supuesto nada se mencionó sobre el envalentonado adolescente, seguidor de Trump, de acuerdo a reportes, que con arma en mano disparó a quemarropa a manifestantes matando a dos de ellos en Kenosha, porque con toda seguridad algunos verán con buenos ojos ese acto de barbarie ideológica, tal como los supremacistas que participaron en 2017 en una marcha en Charlotesville, Virginia, y a quienes el mandatario no condenó, sino que solapó con su respaldo.
Por su parte, en su discurso de renominación, el vicepresidente Mike Pence tocó el tema someramente, solo para decir que pueden hacerse las dos cosas: apoyar la ley y el orden “y a nuestros vecinos afroamericanos”.
O como si el desfile de oradores afroamericanos borrara la hostilidad de Trump hacia los manifestantes de todos los grupos étnicos y credos que se lanzaron a las calles para protestar contra la violencia policial hacia las minorías en el movimiento Black Lives Matter. Trump los ha tildado de “turba callejera”, y en Washington, D.C., el propio Secretario de Justicia, Bill Barr, ordenó que se dispersara con gases lacrimógenos una manifestación ordenada, pacífica y legítima para que Trump marchara hasta una iglesia adyacente a la Casa Blanca, a fin de posar para fotos, y en su mano una Biblia cuyos preceptos no respeta.
Y así se le llama el presidente de “la ley y el orden”, un mandatario que hace del caos parte de su rutina, que ha pagado por el silencio de actrices porno, y ha perdonado a delincuentes.
Pence pidió otros cuatro años “para hacer a Estados Unidos grandioso… otra vez”. Y aunque la casa se está quemando, entre el Covid, el desempleo, las tensiones raciales, todo en la presidencia de Trump, nos quieren hacer creer que nada de eso está sucediendo y, si así fuera, es “culpa de los demócratas”.
El 3 de noviembre se sabrá si hay cambio de mando o si los votantes prefieren seguir viviendo en el mundo paralelo de Trump.
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