Por David Leopold, y en inglés aquí.
En febrero, el presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos, John G. Roberts Jr., lamentó que “el extremismo partidista esté dañando la percepción de la gente sobre el papel de la Corte Suprema, haciendo ver a los jueces como partícipes del proceso político en lugar de ser sus mediadores”. Roberts se refería al peligro real de la desconfianza institucional —la creencia generalizada entre el pueblo estadounidense de que la Corte ya no es un cuerpo imparcial enfocado en la interpretación justa de la Constitución, sino que sus decisiones están cada vez más encaminadas a impulsar una agenda partidista.
Roberts está preocupado de manera legítima sobre su legado como presidente de la Corte Suprema. ¿Cómo será recordada la Corte bajo su presidencia? ¿Será recordada como una que salvaguardó y reforzó el Estado de derecho frente a una arremetida sin precedente de presiones políticas, o la historia juzgará penosamente que sucumbió al uso cínico del Poder Judicial como un foro para ventilar agravios partidistas?
Tal vez ningún caso ofrece a Roberts una mejor oportunidad para mostrar su entereza que U.S. v Texas, la demanda entablada por líderes republicanos de Texas y otros 25 estados en contra de la legalidad de las acciones ejecutivas del presidente Obama que temporalmente impiden la deportación de jóvenes indocumentados y sus padres. El caso, actualmente en etapa de informes por cada una de las partes, está programado para los argumentos orales ante la Suprema Corte para el 18 de abril.
El primer —y quizá más importante— tema que el juez Roberts y los demás magistrados tendrán que decidir es si acaso Texas y otros estados republicanos tienen el derecho de estar en la corte. Y esto es importante porque no cualquier desavenencia tiene el derecho de ser ventilada en una corte federal solo porque un partido está inconforme. Por regla general, las cortes federales solamente tienen autoridad de escuchar “casos o controversias” reales, un término que no incluye “cuestiones políticas”. En el fondo, la pregunta que la Corte presidida por Roberts tendrá que contestar es esta: ¿Están los 25 gobernadores y procuradores generales republicanos pidiendo a los jueces que resuelvan una disputa legal o un pleito político?
Eso se llama “fundamento jurídico”. Y el juez Roberts tiene una bien merecida reputación como un hueso duro de roer cuando se trata del fundamento jurídico.
Desde que llegó a la Corte Suprema en 2005, Roberts ha redactado y se ha unido a diversos importantes dictámenes en la materia. En DailmerChrysler Corp. v. Cuno, un caso decidido poco después de que Roberts ocupara su lugar en la Corte Suprema, él escribió: “Ningún principio es más fundamental para la legítima función del Poder Judicial en nuestro sistema de gobierno que la limitación constitucional de la jurisdicción de una corte federal en casos o controversias reales”.
¿Y qué es la “legítima función” del Poder Judicial a la que se refiere Roberts?
En Summers v. Earth Island Institution, un dictamen elaborado por el recientemente fallecido juez Antonin Scalia y a la que se unió Roberts, la Corte dijo que su papel es reparar daños, no “examinar y revisar la acción legislativa y ejecutiva”. El papel restringido de las cortes federales, concuerda Roberts, “está basado en lo que tenga que ver con la legítima —y propiamente limitada— función de las cortes en una sociedad democrática”.
Roberts ha sido inteligente al mantenerse firme en contra del uso del Poder Judicial como foro para ventilar disputas políticas. Permitir a estados particulares enfrentar las decisiones políticas discrecionales del ejecutivo a partir de efectos incidentales —tales como la afirmación del Partido Republicano de que DAPA y DACA+ incrementarán el costo de la expedición de licencias de manejo en Texas— abriría la puerta a un sinfín de demandas políticamente motivadas en contra de una infinidad de políticas presidenciales. El resultado sería un caos judicial, que amenazaría la estructura constitucional de Estados Unidos.
La estricta opinión de Roberts sobre la legítima función de la Corte en una sociedad democrática lo ha colocado algunas veces en la minoría. En Massachhusetts v. EPA, un caso donde la Corte Suprema sostuvo que un estado puede demandar a la EPA por no reforzar la Ley de Aire Limpio, el presidente de la Corte discrepó, concluyendo que la afirmación de los estados no cumplía con los requisitos de daño concreto para tener fundamento jurídico. El daño era global, no directo, y la reparación necesitaba venir de la legislatura, no de la magistratura, concluyó Roberts.
En lo que ahora parece profético a la luz del desafío republicano de Texas contra DAPA y DACA+, Roberts recordó a la Corte que, [N]uestros casos arrojan duda significativa en torno a la posición de un estado para reivindicar un interés cuasi-soberano —que se opone a un daño directo— en contra del Gobierno Federal. Por regla general, nosotros hemos sostenido que mientras un estado pueda reivindicar un derecho cuasi-soberano como parens patriae ‘para la protección de sus ciudadanos, no forma parte de su deber o poder el hacer cumplir sus derechos respecto a sus relaciones con el Gobierno Federal. En ese sentido, es Estados Unidos, y no el estado, el que los representa’”.
Como era de esperar, los republicanos que han desafiado DAPA y DACA+ se apoyan fuertemente en el caso Massachusetts para afirmar que tienen fundamento jurídico en el caso de Texas. Desafortunadamente para ellos, Massachusetts se refería a una invasión de los estados a los intereses soberanos independientes y legalmente protegidos de “la tierra y el aire” en sus dominios. El caso es, entonces, fácilmente diferenciable de sus hechos. La veterana reportera en temas de la Corte Suprema para el New York Times, Linda Greenhouse, escribió el 12 de noviembre de 2015:
La afirmación de Texas y sus aliados es absurda. La mayoría del Quinto Circuito encontró que el daño concreto a los estados reside en el hecho de que unos 500,000 indocumentados que viven en Texas tendrían derecho, con base en el programa de acción diferida, a obtener licencias de manejo, y el estado, que cobra $25 por una licencia de seis años, perdería “un mínimo de $130.89” por cada licencia. “Incluso un cálculo moderado supondría una pérdida de varios millones de dólares”. Hmmm. Mi propio estado de Connecticut que es tan fácil cobra $66 por una licencia de manejo ordinaria y ofrece a los inmigrantes indocumentados una licencia solo para manejar (autorización legal para conducir, pero no para ser usada como identificación) por una cuota de $72. Supongo que el gran estado de Texas debería enfrentar al gobierno federal en lugar de averiguar cómo llevar la contabilidad de su departamento de vehículos motorizados.
El ex Procurador General de EEUU, Walter Dellinger, se hizo eco de esta opinión en un amicus brief ante la Corte Suprema en apoyo a las acciones ejecutivas inmigratorias. “De hecho”, afirmó Dellinger, lejos de satisfacer la rigurosa exigencia de fundamento jurídico, “este caso tiene todas las trazas de una épica batalla política”.
Y, una vez más, Linda Greenhouse, pareciendo referirse directamente al juez Roberts, escribió el 4 de febrero de 2016, en una nota titulada La Suprema Corte vs. El Presidente, que la demanda de Texas contra las acciones ejecutivas inmigratorias no tienen lugar en la corte. “Este es un caso que debió haber sido desechado de la Corte Federal de Distrito en primera instancia”, dijo Greenhouse. “En lugar de eso”, continuó, “sus riesgos son ahora enormemente altos. Si los magistrados abordan su tarea como jueces y no como políticos, el gobierno ganará fácilmente. Es la corte de Roberts la que ahora necesita tener cuidado”.
Ciertamente así es.
Y el juez Roberts, en particular, debe cuidar de que su bien establecido respeto por las estrictas reglas del fundamento jurídico no se vean comprometidas por la nociva política partidista que busca inmiscuirse en la sagrada institución que actualmente se le ha confiado.