Como inmigrantes, todos hemos sentido miedo alguna vez. O muchas. Y en Estados Unidos, el acecho de todo tipo de miedos siempre está a flor de piel: a las preguntas de un agente migratorio en los aeropuertos; al saberse de otra comunidad en medio de un vecindario totalmente blanco; a hablar entrecortadamente el nuevo idioma; o al intentar entrar en contacto con la nueva cultura, sus leyes, comportamientos e historia.
Con el paso del tiempo, la constancia –o esa añeja costumbre de sobrevivir a pesar de todo–, hace invisibles esos miedos, sobre todo al creer que, al menos en el discurso, uno es parte de este país.
Pero cuando surgen decisiones como las de llevar a cabo redadas para detener indocumentados con el fin de deportarlos, esos miedos reaparecen, y esta vez con más fuerza. Y no importa que nuestra situación migratoria sea estable, que estemos empeñados en convertirnos en ciudadanos, que no tengamos cuentas pendientes con USCIS, ni con instancia oficial alguna. El efecto del miedo es el mismo, sobre todo al ver que otras comunidades en situación vulnerable están siendo perseguidas, como la centroamericana en este caso, que teme ser enviada de regreso a un ambiente de extrema violencia en el que literalmente se halla atrapado el denominado Triángulo Norte, integrado por Guatemala, El Salvador y Honduras, y donde el terror de las pandillas y el narcotráfico ha hecho invivible la zona.
Porque esa es precisamente la palabra correcta a utilizar en este contexto: persecución. El simbolismo del método así lo sugiere: grupos de agentes de ICE que tocan a la puerta de algún hogar, utilizando artimañas para engañar a los habitantes y entrar al domicilio para, enseguida, llevar a cabo su misión, que es la de pedir no tan amablemente salir de ahí porque la familia tiene orden de deportación, como han informado múltiples medios de comunicación, tanto en español como en inglés, con versiones de gente allegada a los afectados, que con sus testimonios ha podido evidenciar los operativos y el terror que conlleva el padecerlos de cerca.
Cierto, el gobierno argumenta que sólo está haciendo su trabajo. ¿Pero acaso su trabajo incluye aterrorizar a vastos sectores de la población inmigrante, como si se tratara de un Estado totalitario? Porque ahora la inquietud, el pánico, la confusión y la ansiedad son parte de las conversaciones entre familias inmigrantes no sólo de Centroamérica, el primer objetivo a perseguir, sino cada vez más de otras regiones de América Latina, sobre todo mexicanos y sudamericanos.
“Fueron a casa de mi hija menor y de su marido, tocaron a la puerta, los agentes de ICE preguntaron por alguien que no vivía ahí, y a pesar de que la respuesta fue negativa, insistían en entrar. Obviamente nadie abrió la puerta y los agentes se fueron”. Ese fue a grandes rasgos el recuento de mi hermano mayor que vive en Carolina del Norte cuando la semana pasada mi sobrina y su familia recibieron tan extraña “visita”. Ellos son de origen mexicano, no centroamericano. Pero aun así el temor ha invadido su hogar y su vecindario, de tal modo que cada uno de sus movimientos ha sido más cauteloso desde entonces.
De hecho, la comunidad inmigrante, tan acostumbrada a resolver a su manera toda clase de vicisitudes aun antes de recibir una ayuda que casi siempre tarda, ha decidido tomar medidas extremas por su propia cuenta, como lo han informado en la última semana algunos medios periodísticos, como por ejemplo mudarse de estado para reunirse con otros miembros de sus familias; salir poco de sus casas; permanecer la mayor parte del tiempo unidos por si algo pasara; llevar siempre una identificación en lo posible; portar la lista de recomendaciones que han hecho organizaciones pro inmigrantes en caso de redada; llamarse por teléfono constantemente o enviarse mensajes de texto para preguntar si todo está bien.
Son medidas desesperadas que se han tenido que tomar para enfrentar el temor y la incertidumbre de la mejor manera posible, sobre todo en un momento político en el que el sentimiento antiinmigrante y otros fantasmas del pasado como el racismo, la xenofobia y la discriminación –que muchos creían un capítulo cerrado en la historia de Estados Unidos— cobran vida en patéticos discursos para ganar el voto fácil del elector extremista y nativista, con base en estereotipos que convalida la ignorancia.
Obviamente esto es una aberración en cuanto a actitudes xenófobas o racistas se refiere, sobre todo cuando los discursos se enfocan en comunidades vulnerables. Donald Trump, por ejemplo, no sabe hasta qué punto la irresponsabilidad de su retórica está dañando a sus propios seguidores y a la sociedad estadounidense en general. Tal parece que no sabe en qué etapa de su historia se encuentra Estados Unidos, una amalgama de culturas que lo enriquecen como país.
Mientras tanto, la comunidad inmigrante se siente atacada por dos frentes: primero por los antiinmigrantes y sus discursos de expulsión masiva; y segundo, por un gobierno que se suponía aliado de las causas más nobles.
Entre esos dos muros se encuentra atrapado el inefable “sueño americano” en el que aún creían miles de los inmigrantes más vulnerables, en tanto el fantasma del miedo a las redadas sigue su recorrido por todo el país, indetenible.