La intensa campaña para participar en el Censo del año 2000 incluía un bombardeo de mensajes por todos los medios posibles. Quienes nos agregábamos a la fuerza laboral de este país como inmigrantes en aquel entonces no estábamos seguros de si debíamos responder al cuestionario cuando lo tuviésemos en nuestras manos, pues muchos de nosotros no sabíamos si teníamos derecho a ser contados. Tan simple como eso.
Pero los mensajes de convencimiento surtieron efecto al paso de los días cuando el sentido de inclusión cobró fuerza haciéndonos sentir parte de esta nación de inmigrantes. Esa era la idea: todos, ciudadanos e inmigrantes (sin importar su estatus migratorio), siempre debían ser contados en este país de bienvenida. Por ley.
De hecho, las mismas autoridades del Censo insistían en que el conteo debía llegar a todas las personas que vivan en Estados Unidos, y recalcaban que “esto significa todos, ya sea que vivan en el centro de Miami o en un puesto remoto en Alaska; tengan o no tengan vivienda, y quieran que se les cuente o no”.
Es decir, contaban con nosotros dejándonos contar, además de que la intención de las autoridades del Censo era “crear la mejor lista de direcciones posible; crear un ambiente de motivación y comunicarse con todos en Estados Unidos”, entre una docena de objetivos. En ningún momento hacían referencia al estatus migratorio de los habitantes del país. Si eran ciudadanos o no, era un asunto irrelevante para el conteo.
El mismo ejercicio se repetiría en 2010 con similares herramientas de convencimiento, y al darse los resultados del Censo se constataba que entre esos más de 308 millones de personas estaban por supuesto los inmigrantes.
Por eso, el anuncio del Departamento de Comercio de que se incluirá la pregunta sobre la ciudadanía en el próximo Censo de 2020 produce, por lo menos, escozor y repugnancia. Sorpresa ya no.
Ahora el proceso de exclusión que ha puesto en marcha el actual gobierno desde su instalación ha llegado a su máxima expresión en el terreno de lo absurdo con esta nueva intención de depurar la demografía inhibiendo la participación que tanto trabajo costó en cuando menos los dos anteriores conteos de población en Estados Unidos.
El hecho de que un gobierno antiinmigrante pregunte por un estatus migratorio específico prende las alarmas desde ya, revelándose su verdadera y maquiavélica intención: a las redadas, los arrestos, las detenciones y las deportaciones de inmigrantes, el gobierno agrega el miedo a ser identificados a través de un censo de población preguntando si somos ciudadanos o no de este país. ¿Para qué?
Es obvio que lo anterior conducirá a la autoexclusión de quienes también deberían ser contados por razones tan concretas como las siguientes: pagan impuestos; pagan renta; han comprado casa y autos; han abierto negocios; compran ropa, calzado y comida; mantienen vivas las escuelas públicas donde sus hijos estudian; tienen sus ahorros en bancos de su localidad; cuidan niños y ancianos ajenos; y pagan por su entretenimiento, entre muchas otras actividades que implican recursos frescos que inyectan fuerza a las economías locales y a la nacional.
Cuál será la siguiente bajeza de la actual Casa Blanca contra los inmigrantes no es la pregunta, sino cómo le hará para resolver los graves problemas que se ha creado a instancias de su absurda guerra contra los inmigrantes, sobre todo los hispanos, a los que por pereza mental identifica sólo como “mexicanos”, sin conocer la gran diversidad de inmigrantes de diferentes países latinoamericanos. Pero eso sería ya pedir mucho a un gobierno fallido del que emana diariamente la hiel de la ignorancia.
Es de suponerse que si las diversas comunidades de inmigrantes no responden al Censo, el resultado estará incompleto. Pero bastará con añadir más de 11 millones a cualquiera que sea el resultado oficial del Censo 2020 para tener la cifra completa y real.
Si ellos restan, nosotros podemos sumar.