08/07/09 a 8:54pm por Miguel Molina
Diario de un reportero:
Después de mucho esperar, el debate sobre la reforma migratoria se convirtió en asunto del Congreso.
Pero es fama pública que los demócratas de la Cámara Baja han pasado años tratando de evitar el tema porque temen perder mayorías que lograron con los votos de demócratas conservadores en distritos igualmente conservadores.
Esa fue la excusa que sirvió en 2006 y en 2007, y parece que muchos legisladores demócratas están dispuestos a usarla otra vez. En todo caso, la patria les reclamará haber defendido como políticos lo que no supieron explicar como personas.
Más allá de esos temores, unos ven en los hechos que muchos estadounidenses no terminan de acostumbrarse ni al ritmo ni al tipo de trabajo del nuevo gobierno. Otros piensan que al gobierno algo le sobra o algo le falta.
Pero no pueden precisar qué. Otros, más enterados, señalan que no es costumbre política abrir un frente de debate importante (digamos la reforma migratoria) tras otros (digamos en este caso los del medio ambiente y de la energía, vitales para el país y para el mundo, pero peligrosos para la industria y las empresas).
Cualquiera diría que hay que dar un espacio a la discusión y una oportunidad para que quienes disienten digan por qué y ofrezcan alternativas. Así funciona la democracia.
Pero la democracia también funciona como el día que despertamos en Solvang.
Eran los años de La Opinión, al principio del fin del siglo. Nos dijeron que pensaban levantar un censo de trabajadores indocumentados y nos enviaron a escribir la historia. Ciro Cesar era el reportero gráfico y yo era el reportero a secas.
Pasamos la noche en Solvang, una comunidad danesa a medio camino entre Los Ángeles y San Diego, y todavía estaba oscuro cuando llegamos al pie de los mezquitales de San Diego.
Caminamos en la oscuridad, guiados por la linterna de un funcionario del censo. No encontramos a nadie. Ciro Cesar, quien aprendió a conocer a las personas porque las fotografiaba, señaló que ningún indocumentado que oye ruidos y ve luces en la madrugada del monte espera a ver qué o quién viene.
Y así fue. Encontramos campamentos vacíos: colchonetas en el suelo de tierra debajo de lonas azules, junto a fogatas todavía humeantes, más o menos rodeadas de montones de latas vacías.
Ya era de día cuando nos topamos con un par de muchachos oaxaqueños. Oyeron mi acento y esperaron a ver qué queríamos. Queríamos saber si los habían censado. Se nos quedaron mirando. Dijeron que no.
También queríamos saber si después de todo no vivían mejor en Oaxaca, donde al menos no eran perseguidos y podían trabajar sin miedo a los nativos.
Los ojos del más joven me pusieron en mi lugar. “Aquí podemos ahorrar cien dólares cada dos meses y mandarlos a la casa”, me dijo el muchacho, abarcando con el gesto del brazo las colchonetas, la fogata, la lona azul, las latas vacías y el monte todo. Para eso sirve la democracia, aunque sea la de otros.
Puede ser que los tiempos hayan cambiado. Las razones que muchos tienen para venir -o ir- a Estados Unidos siguen siendo las mismas.
Sin embargo, ahora es más importante que nunca que los trabajadores indocumentados puedan hacerse contar, porque su presencia en el país aporta a la economía, enriquece la cultura y alienta el consumo de tacos y tamales y empanadas y mofongos, entre otras cosas, buenas y malas.
Pero todos contribuyen a que el país siga adelante. Quienes sostienen que los indocumentados son una carga para el resto de los estadounidenses no saben lo que dicen porque no se han tomado la molestia de averiguarlo.
Un país que se levantó bajo el principio de que nadie puede tener obligaciones fiscales sin derechos legales, no puede ignorar lo que pasa con quienes contribuyen de manera significativa a la economía nacional.
Quien quiera encontrar ejemplos buscará entre los agricultores que descuentan impuestos a sus trabajadores pero no entregan el dinero al fisco. Y descubrirá que los trabajadores no se atreven a protestar porque son indocumentados y la ley que no los acepta no los protege.
A uno, desde lejos, le resulta extraño que las voces conservadoras inconformes con la presencia de extranjeros guarden silencio ante la solución más obvia: sancionar de manera efectiva y ejemplar a quienes den trabajo a indocumentados. Sin embargo, algunos conservadores antes reacios han terminado por considerar la posibilidad de sancionar a quien mata la vaca.
Boicotear el censo -como algunos piden- no ayuda. Entre más precisa sea la cifra de quienes viven y trabajan sin permiso en el país, más fácil será calcular la dimensión del problema que vive la nación, entender las ventajas que ofrece la situación y proponer soluciones, y será más difícil propagar el miedo y la mentira.
Y ya ha habido suficientes mentiras. Pero también así funciona la democracia desde los huizachales de San Diego hasta la loma del Congreso. Quienes viven en el monte tienen temor, y quienes trabajan en el Congreso también.
Miguel Molina es un periodista, columnista y autor mexicano radicado en Londres, Inglaterra