Los asesores de ambas partes seguramente se quebraron la cabeza para llegar a la misma conclusión: un acercamiento entre Donald Trump, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, y Enrique Peña Nieto, presidente de México, “limaría” asperezas, tras una larga lista de insultos antimexicanos que ha proferido el magnate durante más de 15 meses.
Pero lo primero que ha provocado la visita de Trump –a invitación expresa de Peña Nieto— es una ola de indignación dentro y fuera de los dos países, a sabiendas de que el millonario ve en México a su enemigo personal número uno y de que su retórica antiinmigrante se ha fortificado básicamente emitiendo epítetos más que ofensivos contra toda una cultura que no entiende, ni conoce, ni le interesa conocer.
El caso es que no se pueden cambiar las ideas de una persona racista respecto del país que más odia con un simple viaje; tampoco se puede cambiar la percepción que tiene un pueblo de su gobernante cuando éste entrega en bandeja de plata la dignidad de su país a su propio verdugo.
La altísima desaprobación de Peña Nieto como presidente de unos 130 millones de mexicanos, que ronda el 80%, seguramente mañana rebasará otros tantos dígitos, mañana que, coincidentemente, da su Informe de Gobierno. ¿Pero le importa acaso? Tal vez no, con base en la impunidad que ha mostrado, incluso decidiendo pasar por alto todos los históricos protocolos diplomáticos mexicanos y darle, sin la venia del Congreso, una recepción oficial como si Trump fuera jefe de Estado, incluyendo una declaración conjunta en la residencia oficial de Los Pinos, aunque no se haya incluido la bandera estadounidense.
Eso es lo de menos: el hecho es que la presencia de Trump no puede ser digerida ni entendida, aunque ambos se hayan dicho “amigos” en su discurso.
Y es cierto que la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México declaró persona non grataa Donald Trump por todo lo que ha dicho contra un país y su gente, amenazando además con construir un muro en la frontera que, en sus planes, México “deberá pagar”. Pero la cuestión es que la sola presencia de Trump en territorio mexicano en una instancia oficial es ya un insulto a los valores que él mismo ha pisoteado con su retórica y que no podrá borrar ni con esta ni con ninguna otra visita a México, dentro o fuera de protocolo.
En su intervención, a Trump no se le escuchó expresar disculpa alguna. No se esperaba que lo hiciera. En su turno, Peña Nieto no le exigió una aclaración al respecto, a pesar de sus palabras en el sentido de que, según su deber, es defender a los mexicanos donde quiera que se encuentren.
“Vacuo” y “cobarde” son los términos más apropiados para su mensaje en esa parte.
Hay un dicho mexicano que por popular gusta mucho a quienes lo aprenden: “No me ayudes, compadre”; el cual, en realidad, significa todo lo contrario a una muestra de solidaridad con el desvalido.
Así Peña Nieto, así su impunidad y la de Trump, personajes que han dado muestra, una vez más, de que la clase en el poder –político o económico– hace exactamente lo contrario de lo que sus pueblos necesitan, pues la ciudadanía deja de contar y se convierte únicamente en materia de retórica para los discursos oficiales, a conveniencia personal.
Un traidor ha abierto las puertas al verdugo de su pueblo.
Eso, precisamente eso, es alta traición.