Ver los rostros de las víctimas de la matanza de Orlando remite a una conclusión definitiva: esta tragedia, además, habla y se sufre en español.
Escuchar las voces de quienes se salvaron, cómo lo hicieron, en qué o en quiénes pensaron en esos dramáticos momentos también conduce a una contundente e irrevocable realidad: la migración latina está tan enclavada en el alma de este país, que cualquier esfuerzo por despojarla de lo que se ha ganado a pulso con esfuerzo y dedicación resulta vano, así lo propongan tipos como Donald Trump azuzando a sus huestes con un discurso antiinmigrante y marcadamente racista y xenófobo.
Pero lo que más conmueve es la devastadora reacción de los familiares que han quedado atrás, en los pueblos de origen, de donde alguna vez salieron para convertirse en migrantes, con el objetivo de ayudar a arrancar de la pobreza a los seres queridos, a alcanzar un estatus socioeconómico digno que sus respectivos gobiernos no les han querido ni sabido proveer.
Desde el primer momento se supo que la inmensa mayoría de las víctimas fatales de esta tragedia perpetrada por Omar Mateen –cuyas verdaderas motivaciones aún están acomodándose en la conciencia colectiva como una abrumadora pesadilla– eran de Puerto Rico, que sufre en estos momentos una de las peores crisis económicas de su historia, provocando un éxodo interminable, a tal punto que más de la mitad de sus habitantes vive fuera de la isla.
Pero también eran de República Dominicana y de Venezuela, cuya población resiente como nunca los embates de una mala interpretación histórica de lo que significa gobernar por el bien común, castigando sin piedad desde el ámbito político de todas las tendencias a toda una generación de venezolanos y dominicanos que claman por vivir en paz y construir un mejor futuro como nación.
Eran también de México, de tres de los estados más pobres de ese país –Veracruz, Guerrero e Hidalgo–, y basta ver los testimonios de los familiares de uno de ellos, Juan Chávez, para darse cuenta de lo que no se dan cuenta quienes quieren extirpar de Estados Unidos a 11 millones de seres humanos: que sólo quieren sobrevivir y para ello han escogido como destino manifiesto a este país, no por elección simple, sino por conclusión lógica, la misma lógica que han seguido millones de personas a lo largo de la historia de la humanidad en busca de un pedazo de tierra donde sus familias puedan tener garantizado al menos el derecho a la existencia.
En la antigüedad fueron Grecia y Roma; Fenicia y Tenochtitlan, y muchos otros espacios privilegiados que tenían todo mientras los demás no tenían nada. Hoy es Estados Unidos, y al parecer este país, originalmente de inmigrantes, está en peligro de perder esa oportunidad histórica que sólo se da una vez en la vida, la de convertirse en el engrane de una transformación mundial que derive en el mejor reacomodo de los sistemas, de las leyes, de los principios, de los derechos y de la estabilidad socioeconómica global.
Esa Noche Latina en el bar Pulse de Orlando, donde perdieron la vida 49 personas, que seguramente sólo disfrutaban con sus parejas y amigos un día más de plenitud, quedará marcada como indicador irrefutable no solamente de la diversidad en que se mueve hoy la comunidad latina en Estados Unidos, sino de la globalización de un fenómeno como el migratorio que, más que erradicarlo como pretenden Trump y los nativistas –como si de ellos dependiera el curso de la historia–, requiere de un mejor análisis e interpretación, donde la solidaridad debe tener un papel fundamental. Y este país ha dado ejemplo de ello en otros momentos de su historia.
Porque esos hijos, tíos, sobrinos, hermanos que perdieron la vida aquella noche en Orlando eran, quizá, la última esperanza de una familia que algún día los vio partir, tras un abrazo, una sonrisa o un apretón de manos. O una lágrima que ahora se prolonga más que nunca.