Hoy 16 de junio hace exactamente un año, un nuevo frente de batalla –uno más– se abría en contra de la comunidad mexicana en Estados Unidos: el inefable Donald Trump, con su blanca y artificial sonrisa de oreja a oreja, descendía por esa dorada escalerilla eléctrica del brazo de una más de sus esposas en su edificio en Nueva York para anunciar, como parte de su discurso de candidatura a la nominación presidencial republicana, que construiría un muro en la frontera sur y que sería México precisamente el que lo pagara.
No tardó mucho tiempo en decir, en otro discurso el 6 de julio, que su vecino del sur enviaba “delincuentes”, “violadores” y “traficantes de drogas”.
A ello añadiría en otro momento en Alabama, vía telefónica, que deportaría a más 11 millones de indocumentados; luego agregaría que crearía una “fuerza de deportación” para cumplir dicha tarea.
Para su estereotipada y prejuiciada forma de pensar, claro, “todos los indocumentados” equivalen a “todos los mexicanos”. Tal parece que no conoce otra comunidad que le cause tantas pesadillas, y quizá por su vulnerabilidad la utilizó como chivo expiatorio para afianzar desde el principio su presencia entre el segmento más racista y fanático del país con la campaña que iniciaba. Hitler y Goebbles fusionados renaciendo en la Gran Manzana.
No era claro en ese momento que Trump llegaría hasta donde está hoy; de hecho, muchos no le auguraban más que un corto tiempo en la campaña, asegurando que el discurso antiinmigrante, xenófobo y racista que impulsaba no tenía ya lugar en el Estados Unidos del Siglo XXI.
Cuán equivocados estaban: no es posible saber si el magnate hubiese tenido tanto éxito de haber utilizado a una comunidad distinta de la mexicana para descargar sus anquilosados prejuicios, pero el eco que aún resuena en todo el país a un año de iniciada su campaña hace concluir que el racismo, particularmente en contra de los mexicanos, sigue siendo un capítulo inacabado en la historia de esta nación.
Pero Trump tenía perfectamente calculado a quién atacar, a sabiendas de que a pesar de la controversia que desatara, levantaría los ánimos en su favor del ala más extrema del nativismo estadounidense.
Sí, esa que ha convertido en tradición atacar al “vecino incómodo”, a ese “vecino distante” al que considera indeseable porque no se le parece, no habla igual y por lo tanto no le gusta y no lo quiere cerca. Fue esa la actitud que se asumió para justificar las deportaciones masivas de mexicanos en la primera mitad del siglo pasado.
Esos mismos extremistas que nunca han tenido la delicadeza de repasar un poco de su propia historia reciente para darse cuenta que un hijo de inmigrantes campesinos mexicanos ya llegó al espacio; que un antiguo indocumentado que fue trabajador agrícola ahora es uno de los más respetados neurocirujanos del país (de cuya vida pronto harán una película); que Hollywood celebra la presencia de cineastas de origen mexicano que ganan premios Oscar; que la industria del entretenimiento en español produce millones de dólares en ganancias y da empleo a miles de personas; que el guacamole hecho con aguacates de Michoacán tiene tanto éxito como un touchdowndurante el Super Bowl; que de los más de 50 millones de latinos que viven en Estados Unidos, la mayoría es de ascendencia mexicana; que en las guerras de este país también ha corrido sangre, mucha sangre, de esta comunidad…
Cierto que sus ataques después se enfocaron en otros grupos, particularmente la comunidad musulmana, en las mujeres, en los discapacitados, en los periodistas; pero cada vez que vuelve al tema mexicano –asegurando falsamente que “él ama a los mexicanos” y que “los mexicanos lo aman a él”–, Trump se regodea como aquel acosador que tiene azorada a su víctima y la tunde a golpes e insultos porque la sabe vulnerable y porque detrás de él, del instigador de la violencia, hay miles que lo respaldan y harían gustosos el trabajo por él si lo ordenara.
De ahí que se envalentonara para, por ejemplo, cuestionar al juez Gonzalo Curiel por ser “mexicano”, dado que está a cargo del caso de fraude de la Universidad Trump, cuando en realidad es un estadounidense nacido en Indiana, de padres inmigrantes mexicanos.
Por todo eso y más, hay evidentemente una cuenta pendiente entre Donald Trump y los mexicanos, porque con sus insultos y ataques convirtió en algo personal esta nueva campaña de rechazo, de ninguneo y de ofensa.
De tal modo que, sin cortesía alguna porque no se la merece, por lo pronto se ha ganado el rechazo de esta comunidad, que lo identifica evidentemente como lo que es: un racista, un xenófobo y un sociópata peligroso que ya no cabe en un país como el que aspira ser Estados Unidos y, en general, el mundo contemporáneo.
Las cuentas pendientes en algún momento se pagan. Trump lo sabe, y noviembre sería un buen mes para comprobarlo.