David Torres
Conforme los inmigrantes nos ajustamos a nuestras propias circunstancias a cada paso que damos fuera de nuestros respectivos países —circunstancias casi siempre adversas en las etapas iniciales, como una constante histórica inevitable—, asimismo asumimos nuestras propias luchas internas y externas como un compromiso que nos define e identifica.
Esa definición e identificación grupal nos convierte en el “Otro”, en esa presa fácilmente detectable por parte sobre todo de una sociedad hostil y antiinmigrante. No falla.
Recuerdo que con bastante entusiasmo llegué a ver durante varios domingos en la tarde, hacia finales de los años 70 durante mi incipiente adolescencia en México, una serie de televisión producida en Estados Unidos que se llamó Los inmigrantes, basada en la novela del escritor Howard Fast y protagonizada por Stephen Macht, quien hacía el papel de Daniel Lavetta, hijo de inmigrantes italianos que huían de la pobreza en Europa hacia principios del Siglo XX hasta lograr establecerse en San Francisco, California. El niño Dan Lavetta nacía en el tren que transportaba a la familia, situación que lo convertía en estadounidense. El primero en la familia.
De cómo se convierte en un poderoso empresario al paso de los años es tema aparte y poco relevante.
Lo que en realidad llamaba mi atención y desataba mi indignación era el ambiente antiinmigrante y racista que como comunidad tuvieron que padecer prácticamente toda su vida y cómo la parte mala de la condición de “estadounidense blanco” permitía a los nativistas pensar que por ese hecho racial podían actuar con impunidad y privilegio en contra precisamente de los “recién llegados”, a pesar de que hubiesen pasado ya muchos años. Y pagado sus respectivos impuestos.
Esto es, a cambio de entregarlo todo por este país, el pago a esos inmigrantes era una vida de ostracismo, vituperio, rechazo y odio. Pero, según yo, eso ya era cosa de un pasado vergonzoso que esta nación no se podía permitir de nuevo. Curiosa y aterradoramente eso mismo estamos padeciendo en la actualidad. Sí, otra vez. Y tiende a exacerbarse si no se le detiene a tiempo.
Por ello, el limbo migratorio en el que se encuentran no solamente los actuales Dreamers y sus familias, sino también esos 11 millones de indocumentados a los que se les prometió luchar por su causa hasta el final, es prueba fehaciente de que el migratorio es un tema que seguirá siendo tabú mientras el puritanismo casi medieval que rige los destinos y las mentes de una buena parte de la sociedad estadounidense y de sus autoridades no cambie.
Basta escuchar las insensatas justificaciones oficiales de no conceder nada que no sea a cambio de un muro fronterizo para entender los alcances del sentimiento antiinmigrante, disfrazado de “seguridad”; basta escuchar a comentaristas que hacen retruécanos verbales para defender lo indefendible de esa especie de “limpieza social” disfrazada de políticas migratorias, para temer una nueva ola fascista en la historia de la humanidad en un país que parecía haberse alejado de esa posibilidad; basta leer los groseros mensajes antiinmigrantes de los seguidores del actual grupo en el poder en las llamadas redes sociales —incluso de hispanos— para darse cuenta del nivel de control psicológico que ejercen las actitudes y el discurso imperiales de un proyecto sociópata instalado en la Casa Blanca. Los constantes ejemplos captados en video de las amenazas incluso de muerte contra los indocumentados son la cereza en el pastel que ha colocado el racismo en el país de todos y de nadie.
Basta ver, en fin, que “no pasa nada”, a pesar de la evidente violación a los derechos humanos al poner en riesgo a miles de familias tras ser separadas por arrestos, detenciones y deportaciones, para confirmar que la exclusión social es uno de los pilares históricos de una nación como la estadounidense. Así nació, así se desarrolló, así se consolidó y así le dio el triunfo al más quintaesenciado de sus productos genéticos.
Quienes siempre llevaremos en la frente la etiqueta de inmigrantes podremos ver con mayor objetividad cómo este otrora sorprendente laboratorio social que es y ha sido Estados Unidos podría convertirse muy pronto en un accidente de la historia, una nación que ha enloquecido y que ahora mismo, como si padeciera una especie de macroestrés postraumático de históricas proporciones, tiende a devorar a sus propios protagonistas. A esos que le dan vida, pero sobre todo a los que le dan esperanza.