Volvió a pasar. Cuando se pensaba que la legalización de los Dreamers estaba al alcance de la mano, los cálculos políticos llevaron a otro revés, aunque todavía la puerta permanece abierta para una solución.
No hay que andarse con rodeos. El acuerdo entre republicanos y demócratas para reabrir el gobierno y mantenerlo operando por tres semanas sin incluir la legalización de los Dreamers es otro golpe a la larga lucha de estos jóvenes para que se les reconozca como lo que son: estadounidenses sin el documento que lo compruebe. En ese largo proceso muchos de estos jóvenes se han hecho adultos, tienen sus propias familias y siguen contribuyendo a este país mediante sus estudios, trabajo, servicio militar; pagan impuestos y son líderes en sus comunidades.
Como observadora de debates migratorios en el Congreso durante más de dos décadas, no deja de indignarme cómo la politiquería, sobre todo de año electoral, nubla el sentido común; y cómo un asunto, la legalización de los Dreamers, que goza del apoyo de 87% de los estadounidenses y que tiene respaldo bipartidista, siga siendo rehén de la política partidista.
Si la legalización de los Dreamers tiene el apoyo de los estadounidenses, de los demócratas, de un sector republicano; si Trump presuntamente quería una solución favorable para los Dreamers, ¿por qué no avanza? Porque Trump, entre estar con Dios y con el diablo, prefiere al diablo, y mientras le asegura al líder de la minoría demócrata en el Senado, Chuck Shumer, que hay acuerdo en puerta, al mismo tiempo abraza los designios de sus más antiinmigrantes asesores: su jefe de despacho, John Kelly, y su siniestro asesor, Stephen Miller. Al final, el jactancioso y bocón presidente carece de voluntad y liderazgo. Es más marioneta que marionetista.
Al mismo tiempo, era de esperarse que un sector demócrata, sobre todo los senadores que enfrentan una dura reelección en los estados ganados por Trump en la elección de 2016, comenzaran a ponerse nerviosos ante el efecto que un cierre pudiera tener sobre sus escaños, sobre todo si la razón central para ese cierre involucraba algún alivio migratorio.
Aparentemente eso incidió sobre la decisión demócrata de acceder a apoyar la resolución continua de tres semanas para que el gobierno siga operando, con la garantía de que el tema de los Dreamers se considerará “inmediatamente” en el Senado.
El problema central con esta premisa es que se trata sólo de eso, de una promesa que proviene de un liderazgo republicano poco confiable y que depende en gran medida de una Casa Blanca nada confiable. Peor aún, no hay garantías de que la Cámara Baja, dominada por el bando antiinmigrante, acceda a considerar lo que envíe el Senado en materia migratoria. Ya hay precedentes. En 2013 el Senado envió un plan de reforma migratoria, imperfecto pero bipartidista, y la Cámara Baja republicana nunca lo consideró.
Schumer declaró este fin de semana que negociar con Trump era como negociar con la gelatina Jell-O. No hay consistencia; se mueve de un lado para otro. La prueba fehaciente de que la Casa Blanca no quiere negociar es que el propio Schumer puso sobre la mesa los 20 mil millones de dólares que Trump quiere para su muro, y no hubo acuerdo. No lo hubo porque Miller y Kelly no quieren un acuerdo que beneficie a los Dreamers. Miller, Kelly y Trump anteponen el 30% de su base antiinmigrante al 87% de los estadounidenses que quieren legalizar a los Dreamers.
Pero aquí nos encontramos. Los Dreamers siguen al centro del torbellino político.
Sólo queda rogar que la apuesta demócrata de arrancarse el espinazo y confiar en una promesa republicana de considerar una solución legislativa a los Dreamers no vuelva a hacerse sal y agua.
Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice