Al descrédito en que ha caído su xenófoba, racista y antiinmigrante presidencia, Donald Trump agrega ahora su nueva perdición lingüística al llamar “países de mierda”, literalmente, a naciones de las que provienen olas de inmigrantes en desgracia que han entregado a Estados Unidos —no hace mucho tiempo considerado aún como “faro de esperanza” — lo mejor de sus esfuerzos y de sus destinos.
La reunión bipartidista llevada a cabo en la Oficina Oval de la Casa Blanca con la presencia del mandatario, en la que se abordó el tema de la inmigración que tantas expectativas había creado para solucionar en lo posible el programa DACA y otros asuntos colaterales, produjo un acuerdo que en lo inmediato no contó con la aprobación del presidente. Pero sí, en ese mismo contexto, emanó la referencia llena de desprecio hacia Haití, El Salvador y diversas naciones africanas cuando se discutía sobre las protecciones migratorias con las que cuentan los inmigrantes y refugiados de esos países, según han reportado diversos medios a partir de una nota original de The Washington Post.
Más allá de dilucidar sobre la evidente animadversión que le produce la gente de color a una persona racista como él, quien incluso, según la información no desmentida por la Casa Blanca, agregaría que Estados Unidos debería recibir, en todo caso, a inmigrantes de países como Noruega, es necesario puntualizar que con cada día que pase un racista así en la presidencia, la historia, el destino y el legado de esta nación se van a pique, y con él toda su sociedad.
Sobre cómo llegó al poder de una manera relativamente fácil con una agenda antiinmigrante, ya la historia lo ha consignado como uno de los capítulos más oscuros del devenir de esta nación, pues si bien es cierto no ganó el voto popular, sí fue solapado por un inentendible Colegio Electoral y una fracción importante del votante estadounidense blanco, animado por una retórica discriminatoria que apelaba a un pasado “glorioso” en el que la fórmula social no admitía a minorías. Más bien las acosaba, agredía, arrinconaba o expulsaba, y en el que letreros como “Sólo blancos” o “No se permite la entrada a negros, mexicanos ni perros” se desplegaban en todos lados como marca registrada de la intolerancia.
Pero sobre cómo se ha mantenido en el poder durante ya casi un año es la pregunta que millones aquí y en el resto del mundo se hacen ahora mismo, sobre todo en el país que se ha vanagloriado de ser un icono en la lucha y la defensa de los derechos civiles, y que había acostumbrado a propios y extraños a su cultura de la tolerancia y la diversidad demográfica, las que precisamente lo habían definido como un espacio de aspiraciones personales y colectivas sin precedente en la historia.
Esta especie de “limpieza social” disfrazada de “política migratoria” en que se ha empeñado desde el día uno de su campaña, hasta la más reciente de sus escaramuzas verbales contra naciones débiles, debería ser suficiente motivo para desatar las alarmas de la historia antes de que sea demasiado tarde.
Por lo pronto, ahora que se confirma una vez más la esencia de su xenófobo estilo personal de gobernar, debe tomarse en cuenta que la “isla” en que Trump está convirtiendo a Estados Unidos ya no solamente repugnará a futuras generaciones de inmigrantes —si es que los hay—, sino que obligará a mirar hacia otros horizontes en el que el derecho humano a emigrar no sea bloqueado tercamente por un “presidente de mierda”.