Cada vez que surge un nuevo caso de arresto, detención y posterior deportación de algún inmigrante, sobre todo aquellos que en su historial delictivo no figuran delitos graves y que, en todo caso, han forjado sus propias familias con base en una serie de valores y principios —de entre los que invariablemente se destacan el trabajo y la educación—, entra en juego la inevitable reflexión sobre el país que como inmigrantes estamos heredando.
Ya sean padres de familia amorosos y guías de sus hijos; madres intensamente trabajadoras; jóvenes que optan por la educación como única alternativa para asegurarse un futuro que en otro momento parecía claro, e incluso representantes de alguna denominación religiosa o pequeños empresarios que paradójicamente creyeron a fe ciega en un falso y hueco discurso que ahora mantiene en la Casa Blanca a su más ferviente y antiinmigrante promotor, todos ellos están conformando un cada vez más creciente grupo de “deportables” que a su vez se suman a otros tantos sectores que han sido atacados consistente y organizadamente por el actual grupo en el poder.
¿Cuál es el fin de todo ello?
Es indudable que Estados Unidos ha quedado expuesto como el país que ha sido durante la mayor parte de su historia: una nación que discrimina a partir del “privilegio” de un grupo de un color sobre los otros, situación que había venido cambiando desde los años 50 aproximadamente con la lucha por los derechos civiles que costó no pocas vidas ni menos encarcelados.
Pero pareciera ahora que para quienes detentan el poder eso fue solo una película de bajo presupuesto, cuyo argumento dejó de ser válido para la visión que del país tiene el “nativismo” que ha invadido Washington.
De hecho, si se mira bien, estamos asistiendo a una “depuración” social que ya no esconde su perversidad: lo vemos en los abiertos y frecuentes ataques de odio e intolerancia en lugares públicos contra miembros de minorías, ya sea por su color, su origen, su acento o su lengua materna; lo constatamos en los proyectos de ley que impiden la ayuda a indocumentados; lo confirmamos en el veto migratorio a países de mayoría musulmana; lo leemos en el excluyente plan de salud con base en el cual da pánico llegar a viejo o enfermarse o seguir siendo pobre; lo escuchamos en cada discurso del primer mandatario en el que goza al incitar a ejercer la violencia, sobre todo contra la prensa; o lo presenciamos en cada epíteto racista lanzado por alguno o muchos de sus seguidores durante sus manifestaciones, vestidos con una parafernalia de film de terror de presupuesto extralimitado.
Uno no cambia su país de origen para retroceder; uno no se traza metas para no cumplirlas; uno no se decepciona del pasado para desilusionarse del presente; uno no debería toparse con la impunidad de un régimen, habiendo librado un sinfín de avatares ante los diversos rostros del poder que se ejerce en función de una gavilla de bandoleros de cuello blanco y nunca en favor de las sociedades en las que crecimos.
Uno, precisamente aquí, se desprende de todo para arroparse con el significado del deber de informar sobre la lucha por la defensa de los derechos humanos y de las libertades, de la que se suponía Estados Unidos era el paladín.
Ignoro si nuestros descendientes en algún momento nos preguntarán si esto que se describe líneas arriba ocurrió en verdad en el país que heredamos hoy como inmigrantes y el que todos creíamos el más avanzado o cuando menos el modelo más acabado de sociedad; pero si llegara el momento me gustaría desempolvar el manuscrito (lo siento, antes le llamábamos hermosamente así) para constatar que habría sido solo un pequeño paréntesis en el que la historia de este país involucionó por error, pero que el neofascismo no prosperó porque fue más fuerte el sentido común y la cordura de una sociedad que se negó a autoextinguirse.