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El miedo de los tiranos

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Atemorizar a un pueblo ha sido siempre la estrategia de los tiranos. Esa ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad. Y si ese temor es cobardemente infligido en contra de la parte más vulnerable de una sociedad específica —digamos los inmigrantes no blancos en Estados Unidos—, utilizando a la otra —llamémosle blancos ultranativistas del mismo país—  ofreciéndole con retórica  engañosa solucionar mágicamente el universo de sus frustraciones, el tirano tiene asegurado el poder.

Cualquier especialista en ciencia política o en historia de las ideas políticas —de Raymond Aron (Democracia y Totalitarismo), a C. Wright Mills (La élite del poder) o Max Weber (Sociología del poder: los tipos de dominación), e incluso Antonio Gramsci (Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno)— darían en sus obras una explicación más precisa al respecto.

Pero no hace falta tener una vasta cultura en teoría política para saber lo que ha ocurrido en este país de inmigrantes, que también queda exhibido cada cierto tiempo como una nación de conservadurismo silvestre y rampante: el voto blanco que le dio el triunfo al ahora presidente electo es básicamente ese que, autovictimizándose, asegura que fue “olvidado” y “desplazado” por decisiones oficiales en el ámbito económico, sanitario, laboral, educativo, etc., y en el que los inmigrantes, el eterno chivo expiatorio de las sociedades industriales, son los “responsables” de todos sus males.

Es la misma fórmula que ya todos sabemos y que las sociedades autocráticas aplican muy bien en un pueblo carente de información.

Es curioso que la serie de privilegios que le da este país y su historia a los blancos nativistas quejumbrosos no sean aprovechados por sus mismos resentidos integrantes, y que sean otros, con una mucho mayor carga personal, familiar, psicológica o económica los que se atrevan a dar el paso cruzando difíciles fronteras, no para desplazar a nadie, sino para sobrevivir incluso con los salarios más bajos por no contar con la documentación específica ni hablar el idioma dominante, que no oficial.

Y además resulta que, en su mayoría, los otros son bajitos de estatura, morenos, intentan hablar otro idioma, abren negocios, dan empleo a otros, mantienen a flote la economía de las ciudades donde habitan, garantizan el funcionamiento de las escuelas del vecindario, e incluso ya pusieron en el espacio a astronautas con apellidos “inmigrantes”: Chang Díaz, Hernández, Ochoa… Y aun así hay queja en su contra, en lugar de que se les tiendan puentes culturales.

Ese es el verdadero problema y la razón por la que el blanco votó por quien votó, al verse rebasado no por las personas de color en sí, sino por las circunstancias y por un nuevo país que se transformó hace mucho tiempo, pasándole por encima de la cabeza, mientras esa masa blanca cruzada de brazos esperaba que la vida le regresara sus privilegios tan solo por su color, esa comunidad blanca que alguna vez esclavizó, persiguió, colgó, linchó, deportó, segregó, asesinó en nombre de su color, discriminó.

No importa, pues a pesar de cualquier obstáculo, la esencia de las migraciones es avanzar y hacer avanzar a las sociedades, darles forma, multiplicarlas, moldearlas lingüísticamente, darles de comer de otro modo, enriquecer la pigmentación de su piel, extender la compasión mediante actos de fe, compartir experiencias de vida, garantizar generaciones de relevo a la demografía y darle uno y mil giros nuevamente a la historia, su historia.

Las culturas perpetuas no existen, las sociedades que se creen eternas ni siquiera llegan a convertirse en mito y la pureza racial se cae por su propio peso con una sola prueba genética de saliva.

Así que si bien el futuro ocupante de la Casa Blanca ha logrado el poder con base en el miedo infligido a los sectores más vulnerables, asustándolos básicamente con deportaciones masivas, su luna de miel con sus seguidores tenderá a ser tan breve, que todas esas muestras de odio racial que se han multiplicado a lo largo y ancho del país se podrían volver en su contra, marcando su gobierno como uno de los más racistas en la historia de Estados Unidos.

¿Qué valor, entonces, podrá tener ahora en el ámbito doméstico o internacional decir que este país hecho de inmigrantes “defiende” la libertad, los derechos humanos, el respeto a las minorías? Sermonear al resto del mundo en todos los temas dejará de ser una práctica creíble, pues ha quedado comprobado que Estados Unidos no es diferente a cualquier denominada “república bananera” que tanto critica, pero que ahora ha ungido a un xenófobo, racista, ególatra, depredador sexual, misógino e intolerante. Nunca más, diría el cuervo de Edgar Allan Poe.

Como inmigrantes, no queda más que persistir en lo inmediato en las prioridades comunitarias, en la urgente protección familiar y en la reorganización de estrategias para enfrentar una cada vez más evidente tiranía disfrazada de democracia, que tal vez desplazaría en simbolismo a la “dictadura perfecta” que ostentaba el vecino del sur durante la larga era del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

En ese sentido, cabe señalar que millones de los que ahora son señalados con el dedo de estar aquí “desplazando” a los nativistas blancos provienen de países donde ya hubo o hay dictadura, regímenes intolerantes y vengativos, así como de gobernantes déspotas. Ya están acostumbrados, tanto a padecerlos como a enfrentarlos. Uno más no será obstáculo para avanzar.

Ese es el miedo de los tiranos, que a pesar del terror con el que obtienen el poder y gobiernan, sus anhelos de grandeza quedan a la deriva de la parte buena de la condición humana. Y la historia solamente los recuerda como lo que son: autócratas, tiranos, dictadores. Y ahí se quedan para toda la eternidad.

Pero la pregunta que por el momento queda pendiente de responder es: ¿cómo hará el futuro jefe del Poder Ejecutivo para que el blanco deje de ser el color que separe a EEUU del resto del mundo? ¿Cómo hará para que el blanco deje de ser el color del divisionismo?