A la reciente decisión del presidente de Estados Unidos de desplegar agentes federales en diversas ciudades del país, con la aparente intención de restaurar “la ley y el orden”, le ha precedido una larga y ahora ya longeva lista de mandatos u ocurrencias que se han convertido en ataques directos a las minorías de esta nación. Acciones que, por supuesto, no han tenido otra intención que la de mantener vigente el apoyo de su base más fiel, entre supremacistas y nativistas, máxime ahora que la elección presidencial está tan cerca y sus niveles de aceptación van a la baja.
Así sucedió en Portland, Oregon, donde dichos agentes federales, algunos de ellos encubiertos y conduciendo vehículos sin identificación, se apersonaron para reprimir a golpes y gases lacrimógenos a quienes han mantenido las protestas contra la brutalidad policial después de la muerte del afromericano George Floyd en Minneapolis, Minnesota, en mayo pasado.
A esas acciones se ha agregado la intención de enviar también agentes federales a ciudades como Chicago y Albuquerque, lo que ha desatado una ola de críticas en todo el país, no solo por el mal momento que el mandatario ha escogido para intimidar a sus contrincantes —dado que el combate frontal debería estar enfocado en la pandemia de Covid-19—, sino por la adopción de prácticas de control social propias de regímenes donde el fascismo ha sido su peor rostro.
Por si fuera poco, también en estos días el gobierno de Estados Unidos, país que pregona que “nadie está por encima de la ley”, ha desafiado a la Suprema Corte al no permitir que sus autoridades migratorias reciban nuevas solicitudes de jóvenes para ampararse en el programa de Acción Diferida para Quienes Llegaron en la Infancia (DACA), a pesar del fallo de los magistrados en el sentido de que la decisión de Trump de cancelarlo era arbitraria y no justificada; de tal modo que los Dreamers seguirán gozando de permiso de trabajo, seguro social y serán protegidos contra la deportación.
No contento con eso, y también contraviniendo una decisión judicial, el mandatario giró un inaudito memorándum que excluiría del conteo del Censo a los inmigrantes indocumentados, a pesar de las intensas campañas de covencimiento para hacerse contar, independientemente de su estatus migratorio, y de lo que dicta claramente la Constitución: toda la población debe ser contada.
Por otro lado, la agencia Associated Press acaba de dar a conocer que el gobierno de Trump sigue deteniendo menores migrantes, incluso de un año de edad, ahora en hoteles durante semanas, con el fin de deportarlos a sus países de origen, con base en “medidas que han cerrado el sistema de asilo durante la pandemia de coronavirus”. Según la investigación, los hoteles de la cadena Hampton Inn & Suites se han utilizado casi 200 veces, “mientras que más de 10,000 camas en los refugios del gobierno están en desuso”.
Mientras tanto, proliferan más y más casos de acoso por parte de nativistas contra personas de color, ya sea por su tono de piel o por su aspecto, su acento o porque las escuchan hablar en otro idioma, sobre todo en español, lengua contra la que particularmente han enfocado su odio, como si expresarse en el idioma de preferencia del hablante estuviese penado en el país de las libertades. La supremacía blanca piensa, por supuesto, que incluso ordenar cómo se habla, de qué se habla y en qué idioma se habla es su privilegio. El bilingüismo y la muticulturalidad nada significa para ellos. Por eso y por otras razones fueron rebasados hace mucho tiempo y ahora quieren recuperar un terreno por el que nunca lucharon.
Además, nadie olvida, por supuesto, la separación de familias en la frontera; la forma como fueron enjaulados los menores migrantes; los migrantes que han muerto en custodia de ICE, sobre todo niños que pudieron ser salvados; el desprecio a los solicitantes de asilo que viven torturados psicológicamente —los que quedan— en el lado mexicano en espera de una respuesta que difícilmente llegará en el corto plazo; la exclusión de los indocumentados del estímulo económico, a pesar de los miles de millones de dólares que, ellos sí, pagan en impuestos; el racismo y la xenofobia; así como el acoso y la discriminación contra jóvenes militares latinos y de otras minorías dentro de instalaciones del ejército (el asesinato de la joven Vanessa Guillén parece ser apenas la punta del iceberg de una anomalía que podría ser aún más siniestra).
No, en efecto, Estados Unidos ya no es el país que se encaminaba a ser el modelo de democracia donde la convivencia humana era más posible que en otras latitudes. Haber renunciado a su liderazgo en función del narcicismo y la inoperancia política de un solo hombre le está costando tan caro, que le será difícil, si no es que imposible, alcanzar el nivel que otras naciones han logrado hoy, sobre todo en medio de la pandemia. Porque hundir al país aplicando medidas que semejan más la terrible experiencia fascista de otras épocas representa un rezago histórico que ningún pueblo debería padecer.
Sobre todo no el país que aspiraba a ser mucho más que eso.
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