Nosotros conocemos a ‘la bestia’. Hemos vivido en sus entrañas. La mayoría de los inmigrantes provenimos de regímenes despóticos donde los privilegios son para unos cuantos, mientras que el resto de las poblaciones tiene que reinventarse cada día para subsistir.
Unos hemos crecido en democracias fallidas; otros en dictaduras militares que asumieron la venganza como trofeo; no pocos han sufrido el desencanto de las revoluciones que se institucionalizaron precisamente como dictaduras; algunos más en dictaduras encubiertas de regímenes democráticos (la “dictadura perfecta” llamó el escritor Mario Vargas Llosa al referirse a las más de siete décadas de gobierno de un solo partido en México, el PRI, actualmente de vuelta en el poder, con los mismos vicios por encima de la ley).
Pero el resultado es el mismo: ya se trate de “derechas” o de “izquierdas”, el poder se ejerce de manera absolutista, verticalmente, haciendo creer a los gobernados que los únicos que tienen derechos por encima de cualquiera son quienes ostentan el poder y sus familias, cuando la ecuación es y debe ser al contrario: el poder es el que emana del pueblo y debe servir a este sin condiciones.
En los países de donde provenimos, se nos enseña que no debemos exigir porque el gobernante “siempre tiene la razón”. Se nos inculca que la clase en el poder puede presumir de lujos y fortunas exageradas que nada tienen que ver con su rol como parte de la función pública. Se nos hace aceptar que la “cultura” del conflicto de interés sólo puede ser punible si el que incurre en este delito es un ciudadano común, pero es perdonable si se trata de quien tiene en sus manos el Poder Ejecutivo o ejerce de diputado, senador o magistrado. O sus familias.
El fanatismo político, la fanfarronería discursiva en campañas electorales, las amenazas veladas al contrincante, la advertencia de que se usará mano dura contra el pueblo “revoltoso”, las componendas entre grupos de poder político y económico para avanzar agendas particulares sin importar que afecten al entorno social, o bien la actitud despótica del que aprende a decir “ahora mandamos nosotros” –repito: sea de derecha o de izquierda– son temas que están bien arraigados en las naciones de las que provenimos millones de inmigrantes, desde el Río Bravo hasta la Patagonia, pasando por los países hermanos del Caribe, Europa, Asia y África. Regiones en las que además supimos de la colaboración de anteriores gobiernos estadounidenses en el derrocamiento de gobiernos elegidos democráticamente para instaurar nuevas hegemonías en el Siglo XX.
Términos como autoritarismo, totalitarismo y sobre todo corrupción también son parte de nuestro léxico cotidiano.
Por ello, la sola idea de un gobierno como el que se avecina en el Estados Unidos contemporáneo que creíamos diverso, donde millones decidimos algún día vivir alejados de todo lo anterior, provoca contrariedad, confusión, desazón, preocupación y un enjambre de temores incontrolables al ver que este país entra en las irresponsables grandes ligas de la demagogia, como en la época del nazi-fascismo europeo, para azuzar a una parte de su sociedad en contra de un grupo social específico que durante décadas ha dado grandes muestras de apoyo al avance del país en todos sus rubros: los inmigrantes, tengan o no documentos.
Utilizar las precariedades de unos como arma para atacar a los otros por cuestiones básicamente raciales no exhibe más que la miseria humana de la que estuvo hecha una campaña xenófoba, racista, misógina y netamente antiinmigrante, en cuya desproporción respecto a los derechos civiles se encuentra su propia filosofía de exclusión. Esa no es ni puede ser la idea de un país unido.
Es como reconocer que en lugar de sentirnos protegidos por el gobierno, ahora debemos, paradójicamente, protegernos nosotros mismos de ese gobierno que nos amenaza. Tal como teníamos que hacerlo en nuestros países de origen.
Todo esto puede ser nuevo para la sociedad estadounidense contemporánea que nació y siempre ha vivido aquí. No así para millones de inmigrantes.
Pues bien, precisamente como inmigrantes al parecer de eso se trata ahora también en la democracia más refinada del mundo, la que presume de ser la más avanzada en la historia, a pesar de la que fue concebida por los griegos hace siglos.
En efecto, nosotros conocemos a ‘la bestia’ de primera mano, aprendimos a lidiar con ella y, sobre todo, a resistir hasta donde fue posible. Cuando esa instancia se agotó, emigramos.
La historia vuelve a dar otra vuelta de tuerca. Le toca a Estados Unidos demostrarse a sí mismo qué clase de país quiere ser, aunque ya ha dado su primera respuesta al favorecer a quien ocupará la Casa Blanca a partir del 20 de enero.
Pero, en el caso de los inmigrantes, cruzarse de brazos no es opción, no cuando tenemos encima una amenaza directa en contra de nuestra comunidad, nuestras familias y nuestros amigos.
Aquí también tocará resistir. Una vez más.